Queridos hermanos y hermanas:
Comenzamos hoy el tiempo litúrgico de Cuaresma con el sugestivo rito de la imposición de la ceniza, a través del cual queremos asumir el compromiso de orientar nuestro corazón hacia el horizonte de la Gracia. Por lo general, en la opinión de la mayoría, este tiempo corre el peligro de evocar tristeza, el tono gris de la vida. En cambio, es un don precioso de Dios, es un tiempo fuerte y denso de significado en el camino de la Iglesia; es el itinerario hacia la Pascua del Señor. Las lecturas bíblicas de la celebración de hoy nos ofrecen indicaciones para vivir en plenitud esta experiencia espiritual.
«Convertíos a mí de todo corazón» (Jl 2, 12). En la primera lectura, tomada del libro del profeta Joel, hemos escuchado estas palabras con las que Dios invita al pueblo judío a un arrepentimiento sincero, no ficticio. No se trata de una conversión superficial y transitoria, sino de un itinerario espiritual que concierne en profundidad a las actitudes de la conciencia, y supone un sincero propósito de enmienda. El profeta, con el fin de invitar a una penitencia interior, a rasgar el corazón, no las vestiduras (cf. 2, 13), se inspira en la plaga de la invasión de langostas que asoló al pueblo destruyendo los cultivos. Se trata, por tanto, de poner en práctica una actitud de auténtica conversión a Dios —volver a él—, reconociendo su santidad, su poder, su grandeza. Esta conversión es posible porque Dios es rico en misericordia y grande en el amor. Su misericordia es una misericordia regeneradora, que crea en nosotros un corazón puro, renueva por dentro con espíritu firme, devolviéndonos la alegría de la salvación (cf. Sal 50, 14). Como dice el profeta, Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33, 11). El profeta Joel ordena, en nombre del Señor, que se cree un ambiente penitencial propicio: es necesario tocar la trompeta, convocar la asamblea, despertar las conciencias. El período cuaresmal nos propone este ámbito litúrgico y penitencial: un camino de cuarenta días en el que podamos experimentar de manera eficaz el amor misericordioso de Dios. Hoy resuena para nosotros la llamada: «Convertíos a mí de todo corazón». Hoy somos nosotros quienes recibimos la llamada a convertir nuestro corazón a Dios, siempre conscientes de que no podemos realizar nuestra conversión sólo con nuestras fuerzas, porque es Dios quien nos convierte. Él nos sigue ofreciendo su perdón, invitándonos a volver a él para darnos un corazón nuevo, purificado del mal que lo oprime, para hacernos partícipes de su gozo. Nuestro mundo necesita ser convertido por Dios, necesita su perdón, su amor; necesita un corazón nuevo.
«Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5, 20). En la segunda lectura, san Pablo nos ofrece otro elemento del camino de la conversión. El Apóstol invita a desviar la mirada de él, y a dirigir la atención hacia quien lo envió y al contenido de su mensaje: «Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (ib.). Un enviado transmite lo que escuchó de labios de su Señor y habla con la autoridad y dentro de los límites que ha recibido. Quien desempeña la función de enviado no debe atraer la atención sobre sí mismo, sino que debe ponerse al servicio del mensaje que debe transmitir y de quien lo envió. Así actúa san Pablo al desempeñar su ministerio de predicador de la Palabra de Dios y de Apóstol de Jesucristo. Él no se echa atrás ante la misión recibida, sino que la desempeña con entrega total, invitando a abrirse a la Gracia, a dejar que Dios nos convierta: «Como cooperadores suyos, —escribe— os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios» (2 Co 6, 1). «La llamada de Cristo a la conversión —nos dice el Catecismo de la Iglesia católica— sigue resonando en la vida de los cristianos. (...) Es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que “recibe en su propio seno a los pecadores” y que, “santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación”. Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del “corazón contrito” (Sal51, 19), atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero» (n. 1428). San Pablo habla a los cristianos de Corinto, pero a través de ellos quiere dirigirse a todos los hombres. En efecto, todos tienen necesidad de la gracia de Dios, que ilumine la mente y el corazón. El Apóstol apremia: «Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2 Co 6, 2). Todos pueden abrirse a la acción de Dios, a su amor; con nuestro testimonio evangélico, los cristianos debemos ser un mensaje viviente, más aún, en muchas ocasiones somos el único Evangelio que los hombres de hoy todavía leen. He aquí nuestra responsabilidad siguiendo las huellas de san Pablo; he aquí un motivo más para vivir bien la Cuaresma: dar testimonio de fe vivida en un mundo en dificultad, que necesita volver a Dios, que necesita convertirse.
«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos» (Mt 6, 1). Jesús, en el Evangelio de hoy, hace una relectura de las tres obras de misericordia fundamentales previstas por la ley de Moisés. La limosna, la oración y el ayuno caracterizan al judío observante de la ley. Con el transcurso del tiempo, estas prescripciones cayeron en el formalismo exterior, o incluso se transformaron en un signo de superioridad. Jesús pone de relieve una tentación común en estas tres obras de misericordia. Cuando se realiza una obra buena, casi por instinto surge el deseo de ser estimados y admirados por la buena acción, es decir, se busca una satisfacción. Y esto, por una parte, nos encierra en nosotros mismos y, por otra, nos hace salir de nosotros mismos, porque vivimos proyectados hacia lo que los demás piensan de nosotros y admiran en nosotros. El Señor Jesús, al proponer de nuevo estas prescripciones, no pide un respeto formal a una ley ajena al hombre, impuesta como una pesada carga por un legislador severo, sino que invita a redescubrir estas tres obras de misericordia viviéndolas de manera más profunda, no por amor propio, sino por amor a Dios, como medios en el camino de conversión a él. Limosna, oración y ayuno: es el camino de la pedagogía divina que nos acompaña, no sólo durante la Cuaresma, hacia el encuentro con el Señor resucitado; un camino que hemos de recorrer sin ostentación, con la certeza de que el Padre celestial sabe leer y ver también en lo secreto de nuestro corazón.
Queridos hermanos y hermanas, comencemos confiados y gozosos el itinerario cuaresmal. Cuarenta días nos separan de la Pascua; este tiempo «fuerte» del Año litúrgico es un tiempo favorable que se nos ofrece para esperar, con mayor empeño, en nuestra conversión, para intensificar la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la penitencia, abriendo el corazón a la acogida dócil de la voluntad divina, para practicar con más generosidad la mortificación, gracias a la cual podamos salir con mayor liberalidad en ayuda del prójimo necesitado: un itinerario espiritual que nos prepara a revivir el Misterio pascual.
Que María, nuestra guía en el camino cuaresmal, nos lleve a un conocimiento cada vez más profundo de Cristo, muerto y resucitado; nos ayude en el combate espiritual contra el pecado; y nos sostenga al invocar con fuerza: «Converte nos, Deus, salutaris noster», «Conviértenos a ti, oh Dios, nuestra salvación». Amén.
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