LA PRESENCIA DE DIOS EN MEDIO DE LA HISTORIA DEL HOMBRE.



A lo largo de la historia, Dios ha hablado a los hombres de muchas maneras, hoy nos ha hablado por medio de Jesucristo. Él se hace hoy presente en medio de su Iglesia, la Iglesia que él ha querido fundar. Cristo, única promesa de felicidad, se hace presente en la realidad de cada día, en cada hombre y en cada acontecimiento.

Por ello, este blog lo que pretende es reconocer a través de los hechos en la Iglesia, la presencia de Dios en medio de su Pueblo.

miércoles, 28 de marzo de 2012

El candelero y el celemín


Los cristianos estamos llamados a alumbrar con la luz de Cristo esos rincones del alma, de la Iglesia y del mundo en donde anida aún la oscuridad tenebrosa y ciega de tanto pecado. Sin embargo, no todas las luces alumbran por igual. Algunas sólo adornan, porque parece que relegan su fe y su cristianismo al saco de las actividades de ocio y tiempo libre. Otras, incluso molestan a los ojos porque, en nombre del Dios cristiano, se permiten arrancar las páginas, escenas y frases del Evangelio que más molestan o que no responden al patrón de lo política y eclesialmente correcto. Otras luces llegan a ser espectaculares fuegos artificiales, que alumbran unos momentos con un cierto liderazgo y, al poco, se apagan tan rápidamente como se encendieron. Hay también luces que se contentan con alumbrar ese pequeño rincón y reino, surgido al aire de un piadoso y desviado capillismo, que hace del propio grupo o movimiento el centro de todo el sistema solar. Hay, además, cristianos que viven escondidos debajo del celemín de sus propios complejos, ideologías, medianías, autosuficiencias, excusas y comodidades, y que reducen la luz de Cristo a un mero resplandor tenue que crea un ambiente agradable y confortable, propicio al relax. Otros hacen del candelero su ideal de vida y convierten el cristianismo o la propia vocación en un medio de subsistencia con el que logran ser un pequeño ‘alguien’ en ese pequeño mundo en que consiguen hacer carrera o ser reconocidos con cargos y prestigio.
Es difícil esconder la luz, porque el resplandor acaba filtrándose irremediablemente por las rendijas del celemín. Es también difícil iluminar la oscuridad desde un candelero en donde brilla la luz propia y no la de Dios. Mira, pues, que la luz que haya en ti no sea tu propia oscuridad, porque allí donde hay oscuridad no está Dios. 

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

lunes, 26 de marzo de 2012

El pastor asalariado


No hay labor de pastoreo que no implique dar la vida por el rebaño. Porque el verdadero pastor es aquel que hace del pastoreo y de sus rebaños el centro de cada jornada y de la vida entera. Los asalariados no son pastores, pero se pastorean a sí mismos y hasta consiguen poner a las ovejas a su propio servicio. Son aquellos que sirven sólo puntualmente y a cambio de algún tipo de salario, para lo que han de acomodar y supeditar, en su conducta e ideas, su criterio propio al criterio del pagador.
Todos tenemos encomendadas labores de pastoreo espiritual allí donde transcurre nuestra vida ordinaria y con aquellos con los que nos topamos en el día a día. El problema es que hemos llegado a inventar el perfil del pastor asalariado, intentando ajustar a ese mediocre patrón el alto ideal de Cristo, Buen Pastor. Hay muchos pastores que en lugar de entregar su vida al rebaño la entregan como asalariados al servicio de sí mismos. Son pastores que, aunque ven al lobo haciendo presa en sus ovejas, prefieren solucionar el problema desde el sillón de su despacho, no sin antes haber recomendado a todos que tengan cuidado con los lobos. Y hay también muchos católicos asalariados y temporeros que se entregan a Dios sólo puntualmente o sirven al evangelio con un contrato por horas, más pendientes de recibir algún tipo de salario que de entregar la propia vida. También el evangelio está lleno de personajes que siguieron al Maestro sólo puntualmente, de lejos, o por alcanzar de Él la recompensa y el salario de una curación. Pero ese cristianismo de montón no sabe de ovejas y, menos, de entregar la vida por ellas. El buen Pastor y la verdadera puerta del redil la contemplamos sólo en la Cruz. Pero ni tú ni yo entraremos por esa puerta mientras nos empeñemos en vivir un cristianismo temporero y de montón, que poco sabe de entregas verdaderas. 

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

domingo, 25 de marzo de 2012

MEDITACIÓN SEMANAL

"Cada vez comprendo más la nada de todo lo que no es Dios y siento la imperiosa necesidad de amarle y olvidarme de mí por completo para que sólo Él viva en mí " (Santa Maravillas de Jesús)

viernes, 23 de marzo de 2012

¿Es posible la alegría donde hay mal?


Es verdad que hay muchos motivos para quejarnos, pero tenemos la tendencia a amplificar el mal, sobre todo, cuando se trata del sufrimiento propio. Es consecuencia del pecado original. Lo decía san Pablo, cuando nos recordaba que, a pesar de haber alcanzado la gracia de la salvación por los méritos de Cristo en la Cruz, aún queda esa "huella del pecado", que nos hace volvernos a nosotros mismos, pretendiendo una falsa autonomía de nuestro "yo".
Por otra parte, en ocasiones necesitamos llamar la atención para que los demás sepan de nuestro sufrimiento, y, de esta manera, recibir de ellos compasión y reconocimiento. Cierto que nuestro dolor podrá estar justificado, pero olvidamos que la Cruz, el lugar de encuentro con la misericordia de Dios, es fuente de alegría para los que se unen al misterio redentor de Cristo. Se trata de un misterio, es verdad, pero el Señor nos ha enseñado que cada una de las Bienaventuranzas, que son signo de contradicción para el mundo, son para nosotros, hijos de Dios, un encuentro permanente con la ternura divina, que nos llena de paz y perseverancia, signos de la auténtica alegría cristiana.
Sabemos, en definitiva, que una felicidad en la que espíritu y carne vayan de la mano es imposible, en sentido absoluto, en este mundo. El mismo Jesús nos dice, hablando de las Bienaventuranzas, que la verdadera dicha sólo la alcanzaremos en el Cielo.
Por tanto, la alegría no contradice el mal que podamos soportar, siempre que la esperanza, verdadera virtud cristiana, empape cada dolor y sufrimiento con la convicción de que, en esa unión con la Pasión de Cristo, cumplimos la voluntad de Dios para la salvación de las almas... ¿Cabe mayor alegría?

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

miércoles, 21 de marzo de 2012

“Extiende tu mano” (Mt 12,13)


Una de las veces que entró el Señor en la Sinagoga se topó con un hombre que tenía una mano seca y paralizada. Los fariseos aprovecharon la ocasión para sacarle, una vez más, el tema del descanso sabático y poder acusarle de ir contra la Ley de Moisés. Debió de impresionarle al Señor aquella mano, viendo cómo un solo miembro muerto inutilizaba la actividad de todo el cuerpo y restaba vida a aquel pobre hombre. Así era también la Ley en la que se apoyaban aquellos fariseos, seca, sin vida, enferma de parálisis, incapaz de sanar y tocar lo más profundo del corazón humano. Precisamente la Ley y los Profetas estaban plagados de referencias y alusiones a la mano y al dedo de Dios, que tantas veces intervino portentosamente en la historia de Israel. Él mismo, al inicio de los tiempos, había sido, junto con el Espíritu Santo, mano creadora del Padre. Precisamente en aquellos inicios, el Padre había creado también al hombre como mano suya, destinado a ser co-creador y dueño de una creación recibida como don y como tarea. En aquel primer sábado de la creación, en el que Yahvé descansó contemplando su obra, sólo había sobre la tierra vida y belleza.

Se agolparon en el corazón del Señor demasiadas emociones como para no curar la mano seca de aquel hombre y devolver así la vida a todo el cuerpo. No podía permitir el Señor, aunque fuera sábado, que aquel miembro siguiera sin vida, como tampoco podía permitir que un día hubiera en el cuerpo de su Iglesia ningún miembro muerto y paralizado. No quieras ser tú tampoco miembro muerto de la Iglesia. Extiende ante el Señor tus manos paralizadas por tanta omisión, autosuficiencia y comodidad. Deja que Él sane todos esos rincones del alma que aún no has dejado tocar por la mano y el dedo de Dios. Verás que también en ti, como en aquel primer sábado del Principio, Dios descansará contemplando la vida y la belleza de tu alma en gracia. 

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

lunes, 19 de marzo de 2012

S. José, ruega por nosotros.



CONFÍA EN S. JOSÉ

Es un santo tan grande como desconocido. Pasa por el misterio de Cristo como de puntillas y, sin embargo, qué poderoso es ante su Hijo. Ocupa un sitio pequeño en las páginas del evangelio y, sin embargo, desempeña una misión gigante, imprescindible para que se realice la obra de la encarnación del Verbo. Despierta admiración su fe tan silenciosa, su saber estar en el centro del plan de Dios, su amor exquisito y delicado a María. Después de Ella, nadie como José conoció en tanta intimidad el corazón de Cristo. 

Encomiéndale tus trabajos materiales y espirituales, tus necesidades, tus preocupaciones, tus luchas, tu vida espiritual, tus empresas apostólicas, todo. Privilegia sobre otras la devoción y el amor a este gran santo, que tan eficaz intercesión muestra ante la Virgen y ante su Hijo. Hazle confidente de toda tu entrega a Dios, de tus esfuerzos por vivir determinada virtud, de tus dolores por caer una y otra vez en tal pecado.

Confíale tus debilidades, tus tentaciones, tus afectos, tus amores. Debería ser el santo de cada día, de tu día a día. Encomiéndale en especial la custodia del corazón y el cuidado de tu vida de oración, a él que vivió en la contemplación continua del rostro de Cristo y al cobijo materno del corazón de su Esposa María.

EL SILENCIO DE S. JOSÉ

La única palabra que la Sagrada Escritura nos ha transmitido de labios de este gran santo fue su silencio. San José calló siempre, sobre todo con el alma, porque vivía junto a la Palabra encarnada. Aquello que eternamente conversaron el Padre y el Hijo en el Espíritu se hizo carne ante él en la Palabra concebida en María.

Así como el seno virginal de María se hizo silencio para acoger a la Palabra así también él debía hacerse silencio para escuchar, en la contemplación, la carne creada de la Palabra increada. José aprendió a vivir en el silencio contemplando en la maternidad de María cómo su carne y su sangre acogían en el silencio de un seno virginal aquella divina Palabra. Silencio de José que tanto me hablas de aceptación de los planes de Dios sobre mi vida y del escondimiento necesario para que sólo Dios sea escuchado.

Cuántas palabras inútiles y ociosas, cuántas críticas, quejas, juicios, cuántas palabras vacías, hirientes y cargadas de egoísmo, desparramo sin ton ni son a lo largo del día. Has de apetecer el silencio no para encapsularte en la celda de tu propio egoísmo narcisista sino para escuchar, acoger y adorar esa Palabra eterna que quiere hacerse carne en tu vida. Pídele a san José que te enseñe y eduque en el silencio como él se dejó enseñar y educar en la escuela del silencio de María.

El mundo busca y apetece el ruido, vive con la sordina de su propia palabra vacía porque no quiere oír a Dios. Tú haz silencio en tu alma, como aquel silencio que reinaba en la creación antes de que el hombre entrara en ella y en el que sólo se escuchaba la conversación de los Tres creándolo todo.

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domingo, 18 de marzo de 2012

“Que vuestro adorno no esté en el exterior” (1 Pe 3,3)


La vanidad es la manera de percibir lo que tenemos con suficiencia y engreimiento. Se trata de vivir en el mundo de las apariencias. Cuando se adolece de lo que uno es, entonces se busca la compensación en el tener. Como diría el apóstol san Pedro se trata, más bien, de adentrarnos en lo oculto del corazón para descubrir todo lo que Dios va ponderando en él, y que nuestro actuar sea conforme a ese amor que Él deposita en nuestro interior.
Sin embargo, no es que “no seamos”, sino que es más fácil y aparente mostrar lo superficial de lo que tenemos, pues podemos pensar que los resultados serán más inmediatos. Además, dedicarnos al “ser” de nuestro interior, supone el esfuerzo de vaciarnos de tanta inutilidad externa, que nos hace centrar nuestra existencia ante aquello que “no se ve”, que no nos va a dar el éxito instantáneo.
Por tanto, para vencer la vanidad es necesario vivir con humildad nuestra condición de hijos de Dios. Aunque no brille ante los ojos del mundo, es la manera cierta de responder a esa llamada que el Señor nos hace, momento tras momento, para que las consecuencias de ese fruto divino sea permanente, llenos de la gracia de Dios, y no conforme a nuestras expectativas que pueden desvanecerse como un escurridizo humo.
Nuestro verdadero adorno interior es la inhabitación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en nuestras almas. Desde ahí se adquiere la verdadera belleza de lo que somos, porque su brillo perdurará hasta la vida eterna. ¡Qué hermoso es participar y saborear la misma intimidad de Dios!
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MEDITACIÓN SEMANAL

"Este tiempo de la vida tan corto hemos de aprovecharlo con alegría, ofreciéndole con gozo todo cuanto suceda, que todo es para que crezcamos en el amor". (Santa Maravillas de Jesús)

viernes, 16 de marzo de 2012

¿Dónde estaba el apóstol Tomás?


Había vuelto a lo suyo, a sus cosas y ocupaciones. La experiencia de estos años de atrás era difícil de asimilar y encajar. Convivir con el Maestro, escucharle, estar con Él, sí. ¡Hubiera merecido la pena haber pasado toda la vida con Él! Pero los discípulos… ¡eso ya era otro cantar! Uno preocupado de su bolsa de dinero, otros preocupados de si los fariseos decían o no decían de ellos, otros buscando la ocasión de conseguir del Maestro el puesto a su izquierda o a su derecha. Judas, por otro lado, acabó quitándose la vida después de haber estado tanto tiempo con ellos. Pedro, a menudo era vencido por su genio y fuerte carácter. Juan vivía todo con fresco entusiasmo e ingenuidad juvenil, pero, por eso mismo, a veces parecía estar fuera, muy fuera, de la realidad. ¿Cómo seguir con los Doce, tan toscos, rudos y cabezotas? Sin el Maestro ya no era lo mismo…
El apóstol Tomás decidió que aquello no era para él y se encasquilló tozudamente en sus posiciones: ¡No me creeré eso que dicen hasta que no vea yo mismo al Maestro con mis propios ojos y toque sus heridas…! Tampoco los Doce se acordaban ya de lo que les había enseñado el Maestro estos años de atrás, porque llevaban ya varios días criticando y chismorreando sobre Tomás: ¿quién se pensaba que era? ¿Es que, acaso, él no tenía defectos? ¿Así pagaba todos los detalles que habían tenido los demás con él? ¡Pues que no vuelva si quiere!
El Señor esperó a que Tomás estuviera de nuevo con los Doce para aparecerse a todos. Si hubiera estado en su sitio, con los Doce, en el lugar en que el Maestro le quería, no habría perdido tanto tiempo construyendo sus lógicos y contundentes razonamientos. A Tomás le presentó el Señor sus llagas, para que las tocara y, viendo el gesto, los demás aprendieron del Maestro cuánta condescendencia y paciente misericordia habían de tenerse unos con otros.
Más allá de lo que juzgamos en los demás como errores imperdonables, por encima de las limitaciones personales, o de los pecados y miserias que señalamos en la vida de tantos hijos de la Iglesia, Jesús llama bienaventurados a los que creen sin ver. Que nuestra fe no sea una plancha de corcho que se mueve a merced de las miserias y virtudes ajenas.  

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

martes, 13 de marzo de 2012

El tiempo de Dios


La mejor definición de pecado nos la da Satanás, bajo la apariencia de serpiente, en libro del Génesis: “Seréis como dioses”. Adán y Eva, creados en gracia, sabían y gustaban ya los primordes de esa deificación a la que Yahvé Dios, creándoles, les había destinado. No les extrañó, por tanto, aquella promesa de la serpiente. Pero el don de aquella semilla deificadora que Dios les había regalado estaba llamada a crecer y hacerse frondosa, no al ritmo que el hombre decidiera, sino según el tiempo de Dios, según los tiempos de la carne y de la historia. La serpiente les invitaba a ir contra ese tiempo de Dios, a alcanzar sin esfuerzo y en el tiempo que ellos fijaran, con la rapidez con que se muerde una fruta, eso que Dios les había prometido en plenitud para el final de la vida.

La encarnación del Verbo es el triunfo definitivo del tiempo de Dios. Cristo parece que no tiene prisa por comenzar su vida pública, cuajada de signos portentosos y predicaciones nunca antes conocidas. Muchas veces recuerda a su Madre o a sus discípulos que aún no ha llegado su Hora. Toda la encarnación fue un someterse continuo, como hombre, al tiempo salvífico de Dios Padre, para que no volviera a triunfar, como quiso la serpiente, el tiempo del hombre. Sólo María, sabedora de misterios divinos, supo adelantar, en el signo de Caná, la Hora del Hijo. El tiempo del hombre se debate entre el tiempo de Dios y el tiempo de Satanás. Cuánto nos cuesta no ir más deprisa en nuestra vida espiritual, no conseguir victorias cuando nosotros queremos, respetar el tiempo único de cada alma. Cuántas veces nos gustaría una conversión tan súbita y rápida como la de aquel san Pablo, a quien bastó caer del caballo para levantarse cristiano. El Verbo Dios, haciéndose hombre, redimió el tiempo aprendiendo y aceptando los tiempos de la carne, de la historia y de nuestra pobre condición humana.

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domingo, 11 de marzo de 2012

Dios no me obliga


Si el hombre hubiera sido creado sin libertad no habría podido pecar. Hubiéramos vivido una salvación automática y necesaria, en la que todo estaba obligatoriamente dirigido y predeterminado al bien y a Dios. Y, sin embargo, Dios mismo se pilló las manos, aquellas que junto con la carne, dieron al hombre el don de la libertad, pues, con la libertad, el hombre que podía pecar, de hecho, pecó.
Sin embargo, Dios no puede arrepentirse de nuestra libertad. No podemos olvidar que Cristo no quiso imponer a nadie la salvación que nos alcanzó en su encarnación. Esa salvación nunca será obligatoria de parte de Dios, por más que el hombre siga disponiendo de esa libertad para volverse contra Él. En la Cruz nos alcanzó el Señor la redención, pero no nos la impuso obligatoriamente, pues tenía que redimir aquella libertad primera del hombre del Edén, que se apartó voluntariamente de Dios. San Agustín lo expresó bellamente: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Has que querer tu salvación, pues nunca la tendrás segura hasta que no la hayas recibido. Has de querer poner todos los medios que te ayuden a vivir esa libertad liberada y redimida que Cristo te alcanzó en la Cruz. Pero, sólo la gracia te libera, no tus propios esfuerzos, puños y voluntarismos. Acércate, pues, al trono de la gracia que es la Virgen, Madre de misericordia, y pídele a Ella que te ayude a no flaquear, a no desanimarte, a no renunciar a la subida en tu escalada hacia Dios.

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Archidiócesis de Madrid

MEDITACIÓN SEMANAL

"Yo no quiero la vida más que para imitar lo más posible la de Cristo." (Santa Maravillas de Jesús)

miércoles, 7 de marzo de 2012

Mirar al cielo


Es verdad que nos cuesta mucho pensar en el más allá. El motivo, tal vez, puede ser que no vivimos “el más acá” con un verdadero sentido trascendente. Estamos pegados a las cosas como única razón de nuestra existencia, buscando sustitutos que nos motiven, olvidando que nunca van a darnos una felicidad plena.
Muchas veces habla Jesús del Cielo. Incluso levanta los ojos para implorar al Padre, o bien cuando le da gracias, bien cuando realiza un milagro, bien cuando busca la intercesión del Todopoderoso para que cuide a esos discípulos que deja en el mundo. Todos esos momentos buscan una continuidad, es decir, tienen sentido en ese lugar definitivo que es el Cielo. Las Bienaventuranzas, por ejemplo, alcanzan su plenitud cuando, después de relatar los innumerables condicionamientos de estar sujetos a esta tierra de sinsabores y limitaciones, anuncia que todo sufrimiento, aquí en la tierra, se transformará en un derroche de felicidad, que es saberse querido en la patria del consuelo, y una dicha para siempre: el Cielo.
Sí, nos cuesta mirar a lo alto. No es una invitación a evadirnos de la realidad, sino que ésta alcanza su único sentido teniendo los pies firmes en el suelo, pero el corazón abierto, de para en par, a la misericordia de Dios. Él nos convida a rectificar constantemente nuestra intención, sabiendo que la esperanza, además de virtud cristiana, es el alimento permanente que nos sitúa en lo que somos: hijos de un Dios que busca nuestra salvación eterna.
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domingo, 4 de marzo de 2012

MEDITACIÓN SEMANAL

También hoy Dios nos repite "Venid". El siempre nos espera con los brazos abiertos. (Chiara Lubich)

sábado, 3 de marzo de 2012

Dos reales en el templo


Debía ser una distracción común en Jerusalén sentarse frente al arca del Templo, en medio del bullicio del lugar, para observar el trajín de gentes que se acercaban a echar dinero. Allí se sentó Jesús, como uno más, observando el menudear de aquellos ricos y fariseos que tanto gustaban de pasearse entre la gente luciendo sus amplios ropajes y disfrutando de la admiración y las reverencias de todos. Sus largos rezos iban acompañados de la ofrenda de grandes fortunas, que después iban corriendo de boca en boca entre los comentarios curiosos de la gente.

Los ojos de Cristo, que sabían escrutar en verdad el corazón de todas aquellas ofrendas, sólo se fijó en las dos moneditas de una viuda pobre. Aquella mujer, acostumbrada a darlo todo, a darse por entero, se entregó a Dios en aquellas dos únicas monedas que le quedaban. El corazón de Cristo, también acostumbrado a darlo todo, a darse totalmente, se estremeció embelesado ante aquella mujer, por su forma tan sencilla de dar lo más grande. Su ofrenda estaba ya anunciando el don supremo y total que Cristo estaba a punto de cumplir en la Cruz.

Nuestros ojos superficiales, acostumbrados al gusto aparente de lo grandioso y llamativo, se deslumbran y ciegan cuando contemplan las grandezas humanas, sus honores y reconocimientos. Sólo los ojos de la fe, esos que ven las cosas con la mirada misma de Dios, son capaces de atisbar la hondura y profundidad del don pequeño y cotidiano. No te conformes con dar dos monedas si puedes darlo todo. Tampoco te fijes en lo que das, sino en cómo lo das. No necesita Dios tus monedas, tus obras, tus méritos, tus triunfos, tus títulos, tu fama, tus habilidades y cualidades. Quiere, en cambio, que te des para que Él pueda entrar en ti y hacer de tu vida un verdadero Templo.  
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jueves, 1 de marzo de 2012

“Maestro, despide a la gente” (Mt 14,15)


Aquel día había sido agotador. Era tal la cantidad de gente que se agolpaba para oír su predicación, para ser curada de sus enfermedades, que los apóstoles no llegaban a todo. Así que, aprovechando la hora del atardecer, insistieron prudentemente al Maestro para que fuera ya despidiendo a la gente. Estaban en un descampado, muchos de ellos tenían que hacer una larga jornada de camino para volver a sus casas, y no habían traído nada para comer. También el Maestro estaba muy cansado y, además, la noche podía caer muy pronto. No era conveniente prolongar más aquello…
Tú y yo, como aquellos cansados apóstoles, tendemos a un cristianismo suficiente y cumplidor, nada exagerado, acorde con el patrón y la opinión del mundo. Y todo, quizá, en nombre de la sabia prudencia humana. Por eso, el Señor siempre descoloca nuestros planes y, como aquel día a los apóstoles, no cesa de invitarnos a más: “No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer”. Si el Maestro hubiera cedido a las exigencias de la comodidad mediocre y cumplidora de aquellos apóstoles, no habría podido hacer el milagro grandioso de la multiplicación de los cinco panes y dos peces. Bastó sólo ese poco de pan, eso poco que en ese momento podían darle al Señor, para que Él multiplicara con abundancia el esfuerzo de aquellas gentes cansadas. Todos se saciaron, y no sólo de pan, al ver aquel poder magnífico del Señor inclinándose ante la necesidad y miseria de los hombres. Mira si tu comodidad, tus excusas, tus intereses egoístas, no están haciendo de tu fe un pan desabrido y seco que ni sacia, ni gusta, ni es capaz de abrirse y acoger la acción de Dios.

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