LA PRESENCIA DE DIOS EN MEDIO DE LA HISTORIA DEL HOMBRE.



A lo largo de la historia, Dios ha hablado a los hombres de muchas maneras, hoy nos ha hablado por medio de Jesucristo. Él se hace hoy presente en medio de su Iglesia, la Iglesia que él ha querido fundar. Cristo, única promesa de felicidad, se hace presente en la realidad de cada día, en cada hombre y en cada acontecimiento.

Por ello, este blog lo que pretende es reconocer a través de los hechos en la Iglesia, la presencia de Dios en medio de su Pueblo.

sábado, 28 de abril de 2012

EL BUEN PASTOR


La Piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular” Es así la manera en la que se dirige Pedro lleno del Espíritu Santo a los jefes del pueblo y a los ancianos. Pedro se dirige haciéndoles ver que aquel que fue crucificado por ellos en el Gólgota ¡ha resucitado! la piedra que fue desechada por los arquitectos, es decir, por estos jefes del pueblo, es ahora la piedra angular, porque el mismo Dios le ha resucitado de entre los muertos.

En este 4º domingo de Pascua celebramos a Jesucristo, Buen Pastor. Hoy es el día propicio para entrar en el corazón de Jesús y descubrir cómo es su corazón de buen pastor, descubrir cuáles son sus sentimientos, sus sufrimientos, cual es el deseo más profundo de su corazón, ver cómo es el ansia de redención para con el mundo. 

El corazón de Cristo, es un corazón que late verdaderamente y late por muchos motivos. El deseo más grande de su corazón es que nos fiemos realmente de él y de la vida nueva que quiere darnos. Nos pide cada día que volvamos otra vez a sus brazos, que volvamos otra vez a su amor. Él tiene un corazón paciente, espera con paciencia a que sus hijos caigan en la cuenta de que sin él no pueden hacer nada. Es un corazón amigo que se interesa por ti y por mí, que nuestros problemas le importan verdaderamente, que nuestros sufrimientos, le hacen verdaderamente sufrir.

Nuestro Dios, es un Dios de amor, de perdón que espera con ansia a que le entreguemos nuestra pobre y difícil vida. Venid a mí todos los que estáis cansados de la vida mundana  y agobiados por vuestros pecados que yo os aliviaré nos recuerda el Señor.  Él nos conoce verdaderamente y sabe cómo es nuestra vida, sabe de qué pie cojeamos cada uno, que es lo que llevamos en el corazón. Así dice el Evangelio “Yo soy el buen pastor porque conozco a mis ovejas” ¿Quiénes son las ovejas a  las que conoce bien? Somos nosotros, que nos conoce con nombre y apellido. Por eso solo quiere que nos pongamos en sus brazos para que el tome de nuestra vida lo peor y nos conceda un corazón renovado.

Solo tenemos que ver varios ejemplos en el Evangelio para descubrir como es el corazón de Cristo. Miremos a Pedro en el momento de la negación, la mirada de Cristo le traspasó el corazón. El Señor vuelve a decirnos una y otra vez con nombre y apellidos ¿Me amas más que estos? ¿Me amas más que tus pecados, tus faltas? Nosotros con sencillez y humildad deberemos responder: Señor tú lo sabes todo tu sabes que te quiero.

Cristo nos dice en el Evangelio que él es el Buen Pastor porque entrega su vida por las ovejas. Estas ovejas somos nosotros y Cristo ha querido entregar su vida en la cruz, derramando su sangre por nosotros para rescatarnos del pecado en el que estábamos inmersos. El no se arrepiente de entregar su vida por ti y por mí. Nos ha amado hasta el extremo. Él no nos va a abandonar en los momentos de peligro como hace el pastor asalariado que busca siempre su propio bien y si se pierde una oveja le da exactamente igual. Él Señor se preocupa de sus ovejas una por una, no le importa dejar las noventa y nueve por ir a buscar la perdida.

La preocupación del corazón de Cristo es también la que nos narra el evangelio: “Tengo además otras ovejas que no son de este redil y es necesario que las traiga también a ellas… habrá un solo rebaño y solo pastor”. Este es el deseo de Cristo.  Hay muchos que han escuchado la voz del Señor y se han apartado de él, muchos que le han negado, que le han considerado como un estorbo en sus vidas, gente que piensa que ya no necesitan de Cristo Jesús, estos son las ovejas que no están en el redil y que Cristo quiere conquistar su corazón para que vuelvan a la casa del Padre. Sabe perfectamente que sus corazones están vacíos completamente, no tienen sentido sus vidas. Aunque aparentemente no muestren el vacío de su corazón sabemos bien que un corazón que no tiene a Cristo como centro no puede encontrar la verdad de la vida, las respuestas a los interrogantes que nos presenta la realidad. Ese es su mayor sufrimiento, que haya hijos suyos que le den de lado.  Por ellos Cristo también entrega su vida y la entrega libre y voluntariamente, nadie le quita la vida, el mismo la entrega. Este sufrimiento se lo reveló Jesucristo a Sor Faustina cuando le dijo que su mayor sufrimiento era cuando aquellos que él había elegido para estar a su lado eran los primeros que le traicionaban.

Por eso una vez más la Iglesia nos invita a llamar a todas estas personas que están cansados y agobiados para que acudan a descansar al corazón de Cristo. Invitémoslas a la esperanza, esperanza que brota del corazón de Cristo. Solo allí encontraremos nuestro descanso.

María, madre de la Iglesia y madre nuestra atrae a todos los hombres hacia ti y hacia tu hijo para que descubran la verdadera vida que brota del mismo corazón de tu hijo el buen pastor.

viernes, 27 de abril de 2012

Espíritu Santo, que nos sostienes con el don de Fortaleza


“No estéis tristes: la alegría de Yahvé es vuestra fortaleza” (Ne 8,10). La fortaleza está muy vinculada a la alegría; pero no a la nuestra, sino a la que nace de Dios. ¿Cómo sonreirá Dios? El Todopoderoso, el Siempre fuerte, el Omnipotente… ¡sonríe! Resulta fascinante descubrir que los poderes fácticos del mundo suelen mostrar el lado oscuro de la amenaza, la opresión y la tiranía, mientras que Dios, auténtico Señor de la Historia, muestra el rostro de su misericordia infinita, verdadera imagen de la alegría. ¡He ahí la fuerza de la Dios!
El don de la Fortaleza nos asegura contra el temor que pueden producirnos las dificultades, los peligros, los trabajos que se nos presentan en la vida y en la entrega a Dios. Es una disposición habitual del Espíritu, que nos empuja de forma constantea realizar cosas extraordinarias, acometer empresas difíciles, soportar los trabajos más duros, sufrir lo que sea necesario, con tal de buscar sólo la gloria y el amor de Dios. El alma que no se fía de sí misma acude a esa Fortaleza de Dios, que es el Espíritu Santo, cuando se ve asaltada por tentaciones, trabajos y desolaciones que superan su ánimo.
Creemos ser más fuertes cuando tenemos más seguridades del mundo, pero, es entonces cuando más esclavos somos, no de las circunstancias, sino de nuestros caprichos. ¿Dónde radicó la fuerza de Cristo en la Cruz? En aquella petición honda y sincera al Padre: “Perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Es el Espíritu Santo el que nos adentra en la dinámica del actuar divino y, de esa manera, pase lo que pase, nada ni nadie podrá arrebatarnos la fuerza de Dios que impulsará cada una de nuestras acciones.  
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

martes, 24 de abril de 2012

Del deseo de cualquier afecto desordenado, y de la impureza en mis pensamientos, líbrame Jesús


No podemos pensar que estamos encadenados a un cuerpo que sólo pide desaforos contra la voluntad de Dios. Si algo debemos aprender, como hijos de Dios, es que somos libres. El problema, por tanto, está en como ejerzo mi libertad, dónde pongo el corazón y el entendimiento para ser aún más libre. Perdemos de vista que es uno mismo el que elige, el que toma decisiones constantemente, el que, ante una situación concreta, hace un juicio u otro. Esto ocurre todos los días, y a todas horas.
No podemos poner como excusa que son los demás, o las circunstancias, las que nos impiden realizar actos buenos o responsables. Evidentemente que el ambiente influye, y mucho. Pero, en último término, soy yo el que, en mi conciencia, y en mi actuación, daré el paso definitivo. La pregunta, por tanto, es: ¿qué medios pongo, en mi día a día, para que lo que me afecte esté dirigido a la gloria de Dios?
¿Hago oración todos los días? ¿Rectifico la intención cuando algo no sale conforme a lo previsto? ¿Acudo con frecuencia al sacramento de la confesión? ¿Hago todas las noches un breve examen, ante la presencia de Dios, de cómo ha sido ese día? ¿Procuro adquirir un pequeño propósito para el día siguiente, aunque sólo se trate de un detalle de convivencia?... Si esto no suelo hacerlo, entonces no puedo quejarme por mis afectos desordenados, ni tomar como excusa la impureza interior, porque el corazón, en definitiva, siempre necesita un asidero donde manifestar sus querencias, aunque no sean de Dios.
“Querer, querer”, es decir, poner nuestro corazón en sintonía con la voluntad de Dios, nos evitará desperdiciar el tiempo y la cabeza en apegos de los que, tiempo después, nos arrepentiremos. Así lo vivió la Virgen, y así supo llevar hasta las últimas consecuencias aquel “sí” donde comprometió su corazón enteramente para Dios. Rézala cada noche, y pídele su protección materna, para que guarde la pureza de tu corazón y de tus intenciones.

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

domingo, 22 de abril de 2012

De toda tristeza y desánimo, por no ver realizados mis deseos, o el recuerdo de mis miserias, líbrame Jesús.


La tristeza es la aliada del enemigo, y santa Teresa de Jesús decía: “Un santo triste, es un triste santo”. La tendencia al desánimo es síntoma de no tener en orden nuestras prioridades. Cuando sucumbimos a la desmoralización por no haber logrado nuestros propósitos, entonces es hora de preguntarnos cuál es nuestra jerarquía de valores. Y una de las prioridades fundamentales es nuestro amor a la Cruz.
Muchas veces nos acomodamos a los fracasos con resignación, pero eso no es suficiente para un cristiano. Olvidamos que el signo que nos hace vivir nuestra vocación de hijos de Dios es la Cruz. Quizás, a los ojos del mundo, se trató de un fracaso clamoroso. Aquel que “presumía” de hacer la voluntad del Padre, ahora, en ese instante dramático, se encontraba crucificado junto a dos desalmados… ¿Ese era el padre que le cuidaba y escuchaba, al que incluso se atrevía llamar “Abba!”, “papá”?
Dejarse llevar por la tristeza es sucumbir, no al fracaso de la Cruz, que siempre es victoria, sino a la tentación diabólica que nos susurra: “¿Cómo puedes consentir semejante desagravio?”, “Tú estás hecho para cosas más grandes”, “No permitas que te humillen de esa manera”… Toda una serie de “razones” que, al final, nos dejan anclados en un supuesto pasado que siempre fue mejor. 
Lo que nos debe animar no son los éxitos en el mundo, porque de ellos nunca dependerá nuestra esperanza cristiana, que tiene su meta en la vida eterna. Lo que nos ha de alegrar, es que hemos sido elegidos para amar la cruz, esa que nos toca “soportar” día tras día, es decir, la que abrazamos con cariño y pasión de enamorados. En el silencio de ese abrazo, escondido a los ojos del mundo, es como se produce la redención y la salvación de muchas almas… Nunca lo olvides.

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

MEDITACIÓN SEMANAL

El Señor es mi pastor, nada me falta (Sal. 23)

viernes, 20 de abril de 2012

Ser buenos y hacer el bien


La expresión "todo el mundo es bueno" es cierta, ya que somos hijos de Dios, pero también es verdad que esa filiación divina comporta el respeto escrupuloso de Dios por nuestra libertad.
Es en ese ejercicio de nuestra voluntad donde la bondad ha de afirmarse o, por el contrario, volver la espalda a Dios, dejando de participar de la bondad divina.
Así pues, no se trata de un estado (la bondad), sino de un actuar (hacer cosas buenas), lo que nos define como hombres y mujeres que buscan a Dios sinceramente. San Pablo lo decía de otra manera: "una fe sin obras, es una fe muerta".
Lo que nos supone esfuerzo es seguir el precepto del amor de Dios, que conlleva amar a los demás como a nosotros mismos, ya que se trata de realizar el bien, no según nuestros criterios (lo que me agrada), sino rectificando la intención para morir a nuestros egoísmos... Eso es llevar la fe al ámbito de mi actuar.

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

martes, 17 de abril de 2012

“Tu hermano ha vuelto” (Lc 15,27)


Tan inesperada noticia debió caer como jarro de agua fría sobre el corazón resentido de aquel hermano mayor. Viendo que todos los jornaleros y sirvientes andaban de acá para allá ultimando los detalles de la fiesta, que todos comentaban con gozo tan gran noticia, que nadie se interesaba por él, se sintió tan desplazado que se negó a entrar en el banquete y ahogó en su corazón soberbio la alegría de aquel retorno. Irrumpieron en su cabeza mil imaginaciones: si su hermano volvía a casa, él ya dejaba de ser el centro de atención, dejaba de ser el único heredero, perdía poder y ascendencia sobre la servidumbre de la casa… Además, ese hijo más bien merecía un castigo que un banquete y su padre debería hacérselo ver… Y, si no, que se lo digan a él, que allí ha estado siempre en casa sirviendo y trabajando como uno más…
Todos tenemos mucho de hijo pródigo y de hijo mayor. Todos deberíamos tener algo más de padre. Cuánto nos cuesta alegrarnos del bien ajeno, reconocer que otros lo hacen mejor o que tienen, aparentemente, más frutos apostólicos que yo. Viviendo en la misma casa y familia, unidos en la misma hermandad, ¿cómo es posible que nos dediquemos a criticar tanto el trabajo apostólico, la dedicación y entrega, los frutos o los modos de hacer de los demás? ¿Es que no trabajamos todos por el mismo Evangelio? ¿Es que no navegamos todos en la misma barca? Alégrate siempre del bien ajeno, sobre todo si se trata del bien del Evangelio, pues detrás de cada bien está siempre Dios. Negar o criticar ese bien es también negar o criticar la acción de Dios en sus criaturas.

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

domingo, 15 de abril de 2012

viernes, 13 de abril de 2012

Las algarrobas de los puercos


Hambre extrema debió padecer aquel hijo pródigo cuando decidió ofrecerse como cuidador de cerdos a un paisano de por allí, viendo que ni siquiera su mendicidad por las casas del pueblo movía la compasión de las gentes. Eran tiempos difíciles y de gran necesidad, todos pasaban hambre y nadie podía dar nada a aquel forastero al que, tiempo atrás, habían visto malgastar de mala manera su fortuna. Entonces, nunca se preocupó de aliviar la necesidad y el hambre de nadie, y más de una vez trató con indiferencia y desprecio a los que mendigaban un poco de acá y de allá para malvivir. Ahora todos se veían obligados a almacenar y racionar la última cosecha, con la avaricia y el temor de quedarse sin nada para saciar tanta hambruna y necesidad. Sólo aquel hombre le ofreció una mísera ocupación, más por acallar la casina y lastimera insistencia del joven que por compasión y remedio de su necesidad.
Viéndose entre los cerdos, el joven sintió hasta el extremo la indigencia y la miserable condición a la que el hambre le había condenado. Aquellos animales tenían un sitio para dormir, algarrobas que comer, y él, que no recibía nada de nadie, los servía como porquerizo rodeándoles de cuidados y atenciones. Quién sabe si aquellos aldeanos del país, preocupados de saciarse a sí mismos con sus propias algarrobas, no tenían un hambre mayor que la de aquellos animales. Los puercos tenían su propio hogar, aquellos aldeanos también; pero, a pesar de todo, los hombres vivían con el hambre mucho más dura del alma y la intentaban saciar con las algarrobas de su autosuficiencia. Él mismo, tiempo atrás, había vivido también saciándose como aquellos animales con las algarrobas de sus propios vicios y desórdenes. Tú y yo seguimos mendigando del mundo esas pocas algarrobas de reconocimiento, aprobación y prestigio que nos hagan salir de la condición indigente y menesterosa en la que nos coloca el anonimato de nuestro propio pecado. Preferimos seguir viviendo como porquerizos que se alimentan de las algarrobas de los cerdos a salir de nuestra fe instalada y comodona para ponernos en camino de conversión. Ten cuidado: que tu alma no se acostumbre a saciarse y contentarse con el sabor rancio y desabrido de las algarrobas de la tibieza y mediocridad. 

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

miércoles, 11 de abril de 2012

Jesús no curó al paralítico de Betesda (Jn 5, 1ss)


Jesús se compadeció de aquel hombre que llevaba treinta y ocho años postrado en una camilla. Toda su vida había transcurrido entre aquellas arcadas y columnas, al ritmo del bullicio monótono de las gentes que pasaban, haciendo de aquella piscina y de su curación el único centro de todas sus aspiraciones. Pero, aun siendo conocido de todos, nunca nadie le había ayudado a llegar a tiempo a bañarse. Jesús le curó y el enfermo, ya sanado, cogió su camilla y se fue. Los judíos, que le vieron caminando en sábado, le preguntaron quién le había curado, pero el enfermo no supo decir quién había sido. Estaba tan preocupado de su curación, de su camilla y de sus cosas, de escapar de aquellos muros, de huir de la gente, que no se había interesado en saber quién era aquel hombre. Por segunda vez Jesús se le hizo el encontradizo, dándole una nueva ocasión de sanar el verdadero mal de aquel hombre que era su parálisis interior, ese alma acomodada e instalada en la camilla de sus propio pecado. Y, una vez más, aquel paralítico del alma, puesto ante el Señor, no le conoció ni se encontró con Él. En lugar de abandonar sus cosas y su camilla para seguir al Maestro se fue en busca de los judíos para decirles que aquel hombre era Jesús, a quien ellos buscaban para matarle.
Jesús no logró curar al paralítico, no logró hacer en él el verdadero milagro de la curación de su alma. El enfermo recuperó la salud pero no se encontró con Dios. A pesar de que ahora podía ya caminar, no siguió al Maestro sino que cogió su camilla y volvió a sus cosas, a su vida anterior. Pero eso no impidió al Señor mostrar el poder de su misericordia, que no sólo perdona una y otra vez sino que perdona una y otra vez sabiendo que volveremos a pecar. Tu y yo, en cambio, nos agarramos a nuestra camilla, a nuestras seguridades espirituales, a nuestra autosuficiencia, a nuestros esfuerzos voluntaristas y a nuestros méritos. Podemos, incluso, llevar una vida de piedad y de oración, pero pasarnos años y años, toda una vida, al borde del agua de la gracia sin dejarnos empapar ni curar, o tener delante muchas veces el rostro divino del Maestro pero no conocerle ni saber quién es. Aquel paralítico no volvió a encontrarse más con el Maestro. Tú no sabes tampoco si después, mañana, tendrás una nueva ocasión de ponerte en camino de conversión.    

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

domingo, 8 de abril de 2012

MEDITACIÓN SEMANAL

Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias. (Salmo 33)

sábado, 7 de abril de 2012

DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS.

Un altar despojado de manteles, un sagrario abierto y vacío. Así expresa la liturgia del Sábado santo ese misterio del descenso de Cristo muerto a los infiernos. Sólo la Cruz, descubierta, permanece entronizada porque, si bien la humanidad de Cristo se ha ocultado totalmente en el sepulcro, la revelación suprema de la Cruz ya está cumplida y realizada. El silencio orante, cargado de Espíritu Santo, junto a la presencia también silenciosa y contemplativa de María, sostienen el ritmo litúrgico de este día.
El descenso de Cristo a los infiernos es un misterio profundamente eucarístico, por más que, durante todo este día, la liturgia se centre en el ayuno y en la oración devocional. La Iglesia contempla con expectación silenciosa esa ausencia de Cristo, de su cuerpo, ahora oculto en el sepulcro. Una ausencia en la Cristo llega al límite de la Encarnación, a lo más profundo de su abajamiento y humillación como hombre, experimentando por la muerte la separación de su propio cuerpo. En este misterio, ni siquiera ese cuerpo de Cristo es ya visible, sino que toda su humanidad permanece oculta en el sepulcro, tal como profetizó ya Isaías: “no tenía apariencia ni presencia” (Is 53,2). Y, en cierto modo, aunque en la Eucaristía contemplamos y comemos el cuerpo de Cristo, es tan sin figura ni apariencia humana que, en ese pan, no deja de repetirse y prolongarse el misterio de abajamiento y ocultamiento que Cristo vivió en su descenso a los infiernos. Vive hoy el silencio de la liturgia junto al corazón silencioso y adorador de María. También en su seno el Verbo se escondió y enterró, anticipando al principio de su vida terrena el principio de esa otra vida de gloria que había de empezar en el seno de la tierra. 

Mater Dei

Dios está en el altar


Se nos dice que Dios está en todas partes, pero hay un lugar por excelencia, el de la Eucaristía, donde esa presencia se acomoda a nuestra condición humana, hasta el punto en que ese Dios se hace comida, y podemos alimentarnos de Él, física y espiritualmente.

La Eucaristía, o Santa Misa, no es un Sacramento más, sino el medio que Dios entrega al hombre para acceder a Él del modo más personal y real jamás antes imaginado (quizás, Adán y Eva, antes del pecado original, vivieron la originalidad de esa intimidad divina, en ese vivir cara a cara la presencia de Dios).

Ahora, es el sacerdote, ministro consagrado, el que hace de puente en ese milagro que se da entre Dios y los hombres. Por ello, la Eucaristía no es algo accidental al Sacramento sacerdotal, sino que el sacerdocio no se entendería sin la Misa.

Cristo, al instituir la Eucaristía, no quiso dejar un recuerdo sin más... Se dejó Él mismo. Esto sólo lo podía hacer Dios. Y así, culminando ese sacrificio en la Cruz, toda esa desnudez humana de Jesús quedó perpetuada, a lo largo de los siglos, en ese pan y en ese vino, que las manos, gestos y palabras de un sacerdote (por muy pecador que sea), hacen posible el milagro, día tras día, de poder "comer" al mismo Dios...

¿No te extraña la torpeza de nuestra fe para alcanzar, de manera sencilla y sublime a la vez, aquello que nos posibilita saltar hasta la vida eterna?
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

martes, 3 de abril de 2012

“¡Oh dios, tú eres mi dios, por ti madrugo!” (sal 62,2)


La Liturgia de las Horas, al comentar este salmo de la Sagrada Escritura, nos dice: “Madruga por Dios todo el que rechaza las obras de las tinieblas”. Ofrecer al Señor nuestro día a día puede resultarnos un esfuerzo cansino. Tenemos la tendencia a convertir nuestras jornadas en algo rutinario y monótono, donde nos dejamos llevar por la inercia de lo cotidiano, olvidando que detrás de cada una de esas tareas y actividades personales se esconde la misma fuerza de Dios que sale a nuestro encuentro.
Se trata de despertar, cada mañana, con el convencimiento de que no hacemos las cosas en solitario. Ese es el sentido de ofrecer a Dios nuestras obras. La noche es el lugar de nuestro descanso por excelencia. Sin embargo, tal y como nos dice la Escritura, también es el ámbito donde la oscuridad puede atenazar nuestros pensamientos, donde las dudas y la reflexión sobre lo acaecido durante el día, puede mostrar su rostro confuso acerca del bien y del mal que hemos experimentado. Rechazamos las “obras de las tinieblas” cuando al abrir los ojos, en ese nuevo despertar, depositamos toda nuestra esperanza, no en nuestro solo esfuerzo, sino en el poder de Dios que nos acompañará en todo momento.
Madrugar por Dios es adelantarnos en el amor. Es vencer nuestra mediocridad ante la apatía o desidia, dando sentido divino a lo que hay en cada jornada. Ese  vencimiento no es otro que abandonarnos, con sentido filial, en los brazos de nuestro Padre Dios, sabiendo que en cada contradicción, en cada dificultad o contratiempo, Él nos aguarda para darle un sentido redentor. Nunca estás solo. Aunque te encuentres con el desprecio o la incomprensión, cada alma es la figura entrañable del rostro de Dios que nos acompaña para vivir, ¡siempre!, junto al cuerpo llagado de Cristo… María, nuestra Madre, siempre estará al pie de Su Cruz… tu cruz. ¡Qué hermoso despertar cada mañana con semejante compañía!
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

domingo, 1 de abril de 2012

MEDITACIÓN SEMANAL

Contempladlo, y quedareis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. (Salmo 33)

“Le llevaron un endemoniado mudo” (Mt 9,32)


La Palabra de Dios, que en el principio del Génesis liberó la creación del dominio de la nada y de la no existencia, liberó al endemoniado de aquella mudez que le reducía a la nada del silencio. Nuestros silencios, a veces, están cargados de un mutismo egoísta y autosuficiente, que nos hace esconder en lo más secreto de la conciencia todo aquello que nos hace vernos en la propia realidad de nuestro pecado. Nos cuesta, o nos humilla, contar a otros nuestros problemas, agobios, necesidades, por miedo a que los demás rechacen nuestra pobreza y limitación. Cuántas tentaciones, angustias, inquietudes, tristezas, desaparecen, o pierden valor, cuando las desahogamos en alguien que nos ayuda a verlas desde Dios. El demonio mudo siempre te presentará como algo bueno no contar a nadie todo aquello que te aparta de Dios.
No rehúyas el esfuerzo de ser sincero en la dirección espiritual. No tengas miedo a contar todo lo que te cuesta reconocer o no te gusta, cuando se trata de acercar tu alma a Dios. Los silencios que nacen de la soberbia o autosuficiencia te aíslan y encierran en la cárcel de tu propio yo. Los silencios que no están llenos de Dios, terminan por llenarse de nosotros mismos.
Qué lástima debió causar en el corazón de Cristo aquel pobre endemoniado que, teniendo delante la Palabra misma del Padre, era incapaz de dialogar con ella. Cuida tus silencios y procura llenarlos de Espíritu Santo, que es el habla de Dios en tu alma. Valora el silencio, no para aislarte de los demás, sino para llenarte de Dios, no sea que teniendo delante de ti a Cristo no le escuches y no le hables. 

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid