LA PRESENCIA DE DIOS EN MEDIO DE LA HISTORIA DEL HOMBRE.



A lo largo de la historia, Dios ha hablado a los hombres de muchas maneras, hoy nos ha hablado por medio de Jesucristo. Él se hace hoy presente en medio de su Iglesia, la Iglesia que él ha querido fundar. Cristo, única promesa de felicidad, se hace presente en la realidad de cada día, en cada hombre y en cada acontecimiento.

Por ello, este blog lo que pretende es reconocer a través de los hechos en la Iglesia, la presencia de Dios en medio de su Pueblo.

lunes, 31 de diciembre de 2012

¿Tienes algo que no hayas recibido?


Cuando nos exigimos resultados por el esfuerzo realizado en nuestros deberes y obligaciones, podemos llevarnos la desagradable sorpresa de que, en muchas ocasiones, no están a la altura de nuestras expectativas. Hay un subconsciente que siempre nos domina, y es pensar que todo fruto obtenido se debe, sólo y exclusivamente, a nuestros méritos.
Ese engaño, tarde o temprano, produce desánimo. El venirnos abajo porque la gente no responde a nuestros requerimientos, o porque, después de haber dedicado meses o años a una determinada tarea, se derrumba, o porque, tras mucho tiempo empleado en una determinada lucha interior, volvemos a caer más estrepitosamente... Todo eso, tiene una sencilla explicación: somos seres humanos y, por tanto, limitados.
San Pablo, el gran Apóstol de los gentiles, debió tener muchas experiencias de este tipo. Sólo con la paciencia y la oración llegó a descubrir que, en esa debilidad personal, es cuando se muestra, de manera eficaz, la fuerza de Dios. Y aunque, de cara a los hombres, algunas actuaciones puedan suponer un sonoro fracaso, se trata de poner por obra la voluntad de Dios, que es lo que verdaderamente cuenta... Es el tiempo de Dios el que ejercerá su influencia en la historia, no las horas a las que nos aferramos como si fuera algo propio, pensando que dejaremos un rastro perpetuo, y así la humanidad nos lo recordará agradecida.
Una vez más, san Pablo apelará al buen sentido común de lo divino: todo lo bueno que somos y hacemos proviene de la misericordia de Dios. El que presuma de sus obras, además de ser un insensato, miente. Mentimos, porque, en definitiva, nuestros deseos, por muy buenas intenciones que tengan, si no están cubiertos de la rectitud de lo sobrenatural, se ahogarán en la charca de nuestros egoísmos.
Conclusión: ante nuestras buenas obras y buenos resultados, dar gracias a Dios por su bondad, siempre para gloria suya. Ante los fracasos y desánimos, abandonarnos en la infinita misericordia de Dios, porque, en esa apariencia de derrota ante los ojos humanos, Él fortalece nuestro ánimo identificándonos con los méritos de Cristo muerto en la Cruz... Vencedor de la muerte, del pecado y del mundo.

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

viernes, 28 de diciembre de 2012

El termometro de la fe.

“La fe es confiar en lo que no se ve”. Dicho así, parecería que sólo unos memos, unos ingenuos, podrían creer. A lo anterior habría que añadir: “eso que no se ve, se nos ha dicho a través de alguien que nos merece toda la autoridad”.
La fe, por tanto, se mide por nuestro “ver” a Cristo como Salvador, que nos ha revelado, mediante el ejercicio de su autoridad divina, su intimidad con el Padre y con el Espíritu Santo. Perder de vista semejante acontecimiento, lo que Jesús dijo de sí mismo y de su divinidad, es ir a lo nuestro, es decir, caer en la rutina y, en definitiva, olvidarnos de la finalidad a la que estamos llamados: participar de la misma intimidad de Dios.

La finalidad última de nuestro ser criatura tiene su origen y su fin en Dios. Y, desde ahí, nuestra vida de fe adquiere un sentido verdaderamente peculiar. No andamos a tientas. Nuestro alimento es el mismo Dios, el Hijo hecho carne, que se nos da gratuitamente para que nuestra fe se robustezca.

¡Qué gran invento el de la Iglesia! Gracias a ella, Dios encuentra la mediación adecuada para que se nos garantice, hasta el fin de los tiempos, el no vivir en el desamparo o en la ceguera espiritual. La Iglesia, de esta manera, es el gran termómetro de nuestra fe, porque vemos a través de ella los grandes misterios de nuestra salvación, y en ella nos movemos, garantizándonos que nunca estaremos huérfanos. Cristo, Esposo de la Iglesia, la asiste permanentemente gracias a la donación del Espíritu Santo, que es el que nos hace recobrar la esperanza cada vez que somos presa de nuestra debilidad.

La fe, por tanto, nos hace fuertes, porque nuestra confianza está puesta en Aquel que nos ha dicho: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”… Y estas palabras permanecen en la memoria de la Iglesia, que a pesar de contener tantos pecados, los tuyos y los míos, es también Iglesia santa, porque nos confirma su amor virginal en esa fidelidad a Cristo hasta el fin de los siglos.

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Gracias extraordinarias en circunstancias ordinarias

De Santa Teresa solemos recordar sus frecuentes gracias místicas, arrobamientos, éxtasis, diálogos y visiones de Cristo. Y, sin embargo, nos fijamos poco en las circunstancias en las que la Santa supo vivir esa elevada experiencia mística. Creemos que las gracias extraordinarias nos vienen sólo en circunstancias extraordinarias, olvidando que entre los pucheros y ollas también habla el Señor. Si crees que esas gracias son sólo para una élite de cristianos, unos pocos escogidos, que están hechos de otra pasta diferente a la tuya, cometes la injusticia de dividir los cristianos en primera y segunda categoría. Esas gracias quisiera el Señor concederlas a todos, también a ti, sin que para ello tengas que abandonar las circunstancias concretas que te exige tu vocación y tu propio estado de vida. Si tu vida interior, tu oración, no llegan a producir frutos y flores de aroma místico pregúntate por qué y qué obstáculos sigues poniendo a la acción de la gracia. Dios nunca se da a medias; somos tu y yo los que le ofrecemos sólo una correspondencia y una disponibilidad a medias. Mira que entre tus ollas y pucheros de cada día también esté el Señor y ahí te mostrará su rostro más enamorado. ¿Sabes cuál fue el secreto de la Santa? Que hizo de aquel Cristo llagado ante el que se convirtió el centro de gravedad de su vida y de sus amores. De ahí nacieron todas sus andanzas y fundaciones. No quieras ir tu por otro camino de santidad sino por el de la santísima humanidad de Cristo que a la Santa tanto ayudó.


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lunes, 24 de diciembre de 2012

“Soltó el manto” (Mc 10,50)

La ceguera de quien no quiere verse en el espejo de su propia condición pecaminosa es peor y más grave que la de aquel ciego Bartimeo que, sentado al borde del camino, pedía a todos un poco de limosna. Al oír que pasaba Jesús gritaba con fuerza: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Los demás, por miedo a quedar mal o hacer el ridículo ante Maestro tan reputado, protestaban y le regañaban para que se callara. Bartimeo, en cambio, sin preocuparle lo que los demás pensaran de él, al oír que Jesús le llamaba, soltó su manto y, dando un salto, corrió hacia él. Jesús le regaló la gran limosna de ver muy de cerca aquellos ojos misericordiosos y divinos que curaron, sobre todo, la ceguera de su alma. Aquel día, de entre todos los discípulos que seguían de cerca al Maestro, sólo los ojos de Bartimeo conocieron verdaderamente el rostro del Señor, porque sólo él tuvo la valentía de quitarse el manto de su propio yo y ponerse ante el Señor que pasaba tal como era: pobre y ciego.
Necesitamos cubrir la indigencia de nuestra condición humana con los ropajes y adornos de las propias compensaciones, de las aparentes seguridades, del aprecio y la aprobación del mundo, de la buena opinión de los demás. Cuántos defectos, manías, pecados, omisiones, pensamientos egoístas y rebuscados, críticas y torcidas intenciones ocultamos detrás del ropaje artificioso de esa imagen irreal, que tanto nos esforzamos por mantener como verdadera ante nosotros mismos y ante los demás. Cuánta mediocridad de vida revestida con los harapos y jirones de nuestras justificaciones y excusas. Bajo el manto de una falsa virtud y de la apariencia de bien escondemos muchas veces la hipocresía de creer que nuestra vida espiritual y nuestra relación con Dios es como debe ser: nada exagerada, moderada, correcta y al uso de los tiempos que corren. Incluso en el orden espiritual nos cuesta tanto aceptarnos tal como somos que, sin darnos cuenta, terminamos por esconder y disimular nuestro verdadero yo bajo el manto quejumbroso y lastimero de un “no puedo” que, en el fondo y aunque nunca lo reconozcamos, es un “no quiero” y un “no me apetece”.
No tengas miedo a amar lo que eres y a aceptarte tal como eres. No tengas miedo a reconocer ante Dios y ante ti mismo la pobreza de tus defectos y limitaciones o la ceguera de tus pecados. Aunque los demás te manden callar o alaben la vistosidad y belleza de tu manto, deja que Cristo pase por tu vida, cure la ceguera de tu alma y revista con la riqueza de su gracia la desnudez de tu pobreza espiritual. Mejor ser un pobre Bartimeo que acompañar al Maestro en su camino y contarnos entre los seguidores y discípulos que, cegados por la oscuridad de su soberbia, nunca se atrevieron a pedirle la limosna de ver.

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sábado, 22 de diciembre de 2012

Como agua por un colador

A menudo confundimos el ser con el tener o el hacer, la santidad con la eficacia. Estamos llamados a ser santos, no a ser eficaces. El hacer no asegura el ser. Podemos llenar nuestras arcas con los falsos tesoros de abundantes méritos profesionales, académicos, laborales y hasta “eclesiales”, o llegar a cumplir con una cierta perfección los deberes propios de nuestro cargo, estado y religión, y, sin embargo, ser los fariseos más hipócritas y los cristianos más mediocres. Cristianos que buscan hacer el bien a los demás prodigándose en un intenso activismo apostólico o con una cargadísima agenda de obras aparentemente buenas, pero que se contentan con llevar su vida de oración pinchada como un pin en la solapa de su chaqueta.
Quizá aún no hemos empezado a ser realmente cristianos, a pesar de que podamos hacer muchas obras de bien, tener acumulados muchos cargos eclesiásticos, creernos con derechos adquiridos por los muchos años de servicio a la parroquia, o sabernos propietarios de abundantes méritos espirituales por haber frecuentado con escrupulosa fidelidad y durante años un grupo, movimiento o parroquia. Podemos estar echando agua por un colador si nuestro día a día transcurre repleto de cosas y actividades pero vacío de oración, de presencia de Dios y de contemplación. La eficacia sobrenatural no puede encerrarse en los límites cortos y estrechos de nuestros esquemas y patrones meramente humanos.
Un alma disipada y desparramada en las mil cosas del día a día, que deja perder y malgastar su vida interior en las bagatelas y baratijas de un activismo vacío de Dios, termina por ahogarse en el trasiego estéril del propio egoísmo, llevada de acá para allá como corcho entre las olas de las modas, opiniones y criterios del mundo. Hasta que no te convenzas de la eficacia invisible, oculta y escondida de la oración, tu vida, tu apostolado, tu hacer y tu tener no serán más que una gota que resbala por el cristal, sin empapar realmente la vida de los demás.

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jueves, 20 de diciembre de 2012

“Tocó el feretro” (Lc 7,14)

Aquella mujer de Naín, que años atrás había llorado el dolor de su viudez, caminaba ahora por las calles de su ciudad llorando la muerte de su único hijo. Una gran multitud de gente la acompañaba, incapaz de consolar y dar sentido al absurdo de la muerte. Jesús se acercó a ella, profundamente conmovido en sus entrañas por el dolor y la aceptación de aquellas lágrimas maternas. Ecos dolorosos de su pasión, anunciándole tanto dolor que habían de contener aquellas lágrimas de su Madre permaneciendo al pie de la Cruz. Esa situación, humanamente tan extrema, fue la ocasión propicia para que aquella mujer se encontrara con el consuelo y la compasión de Cristo. Acostumbrada a llorar de cerca la muerte, tenía ahora ante sí también a la vida. Jesús tocó el féretro y, con su palabra, devolvió la vida al que estaba muerto. Con la delicadeza propia de un corazón divino, Jesús tomó al niño y se lo entregó a su madre, viendo en ella algo de aquellos brazos de Madre en los que un día habría de descansar su mismo cuerpo muerto y desclavado de la Cruz.
Tú también te cruzas en tu vida con situaciones de pecado, de injusticia, de dolor, de oscuridad, de maldad, de muerte física o espiritual. Tú también acompañas, quizá, con lágrimas de impotencia muchas circunstancias humanamente absurdas e incomprensibles, en las que el poder del mal parece aturdir y ahogar la acción de Dios, o ante las que no sabemos encontrar ni dar más respuesta que el aparente silencio de Dios. Tocas, quizá, en tu propia vida y en la de los demás, muchos féretros que esconden aparentes fracasos, injusticias y persecuciones, incomprensiones de los buenos, noches y oscuridades del alma, lejanías, ausencias y aparentes silencios de Dios… Y, sin embargo, es en la muerte donde más se manifiesta el poder divino de la vida.
Piensa que la gracia de Dios puede tocar, sanar y hacer revivir las situaciones de muerte y de pecado aparentemente más extremas y absurdas. Allí donde el mal y el pecado hacen estragos, allí sigue siendo Dios el dueño y señor de la vida. No te desanimes ni abandones por imposible esos corazones que muestran tan endurecidos para las cosas de Dios o esas almas que con tanto empeño quieren cerrarse a la acción de la gracia. La compasión del Corazón de Cristo no se cansa de acercarse a ellos continuamente queriendo tocar su féretro. Tú acompaña esos féretros con las lágrimas de tu oración como María acompañó con su fe dolorosa el absurdo humano de aquella Cruz que tanta vida dio al mundo.

Mater Dei
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miércoles, 19 de diciembre de 2012

UN HOMENAJE A TANTOS SACERDOTES BUENOS


Hacemos un paréntesis en la sucesión de artículos sobre la historia de la Iglesia para anunciar la publicación del libro “Sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX“, escrito por dos sacerdotes de Getafe, uno de ellos el que se encarga de este blog, Alberto Royo Mejía, y el otro José Ramón Godino Alarcón, joven experto en historia de la Iglesia. Se trata de la vida y obra de una selección de 46 sacerdotes de diferentes países que en el siglo XX dejaron una huella especial.

Como bien dicen los autores en el prólogo, dedicar un libro a todos los sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX sería una labor prácticamente imposible pues, en realidad, casi todos los cientos de miles de sacerdotes -seculares y religiosos- que vivieron y ejercieron su ministerio en dicho siglo dejaron huella de un modo o de otro. La mayoría una huella buena, pues pasaron por el mundo haciendo el bien, como su Divino Maestro; y unos pocos dejaron una huella mala, vergonzosa, pero de ellos mejor ni acordarse.
Huella buena dejaron los sacerdotes que vivieron abnegadamente, según la llamada que un día recibieron del mismo Señor y, por tanto, celebraron y administraron los sacramentos con amor, predicaron la Palabra de Dios con tenacidad, buscaron el bien de las almas a ellos encomendadas y se asemejaron a Cristo pobre y humilde, sin buscar su propia gloria, sino la mayor gloria de Dios. Los que vivieron así, sin duda, dejaron huella. Muchos no habrán salido en los periódicos ni habrán recibido condecoraciones; incluso no habrán hablado a multitudes si su ministerio no lo requería, pero dejaron huella por donde pasaron, en los que bautizaron, confesaron, casaron, alimentaron con el Cuerpo del Señor, prepararon para la buena muerte o enterraron; en los que aconsejaron, consolaron o guiaron; en los niños a los que enseñaron a rezar, en los jóvenes a los que enseñaron a vivir, en los matrimonios a los que enseñaron a amarse, en los pecadores a los que ayudaron a volver a Dios o en los ancianos a los que enseñaron a morir; en todos ellos sin duda dejaron una huella profunda y si todos estos fieles -y tantos otros no-católicos, no-cristianos o no-creyentes que les trataron- pudiesen hablar, contarían maravillas de ellos.
Por eso, ante la imposibilidad de escribir un libro de tales dimensiones -dicen los autores-, “hemos tenido que escoger una pequeña representación -solamente cuarenta y seis- de los sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX“. Para que nos hagamos una idea de lo reducida que queda la selección, se piense que en cada año del siglo XX falleció por lo menos un sacerdote que está en proceso de canonización, y en muchos años más de uno -sin hablar de los obispos-, por lo que solamente candidatos a los altares de los que se podría escribir hay bastantes más de cien.


Así pues, hemos tenido que excluir a los que llegaron al episcopado, incluidos los que fueron obispos de Roma , para quedarnos en los que fueron simples sacerdotes (hay algún monseñor, pero eso no altera su condición de sacerdotes, sino que solo la adorna un poco), seculares o religiosos, sin distinción. Si no hubiésemos hecho esa reducción, solamente con los obispos podíamos haber escrito otro libro todavía más voluminoso que éste. Ha sido, además, una exclusión buscada a propósito, pues los autores del libro queríamos rendir una especie de homenaje a nuestro sacerdocio a través de nuestros hermanos sacerdotes, sin por ello quitarle nada al afecto que tenemos a los obispos, los cuales encontrarán más fácilmente biógrafos.
Muchos de los que aparecen en el libro están en proceso de canonización y algunos han llegado ya a los altares, pero no todos. Si bien es cierto que la santidad es el mejor modo de dejar una huella perdurable, objetivamente hay sacerdotes que influyeron mucho en la Iglesia y en el mundo del siglo XX sin que se haya pensado en ponerles sobre un altar, quizás también porque no lo merecieron. Intentando ser lo más objetivos posibles, han incluido un poco de todo, oves et boves, fijándose en su aportación real y no en los encasillamientos en los que otros les hayan querido incluir.
Quizás a alguno le parecerá arbitraria la elección de los que aparecen en estas páginas, y realmente en cierto sentido lo es, pues uno habla de lo que conoce mejor y es difícil hacerlo sobre lo que se desconoce, pero no creemos que haya sido injusta. Sin duda se han tenido que dejar a muchos en el tintero, entre mártires, misioneros, confesores, fundadores y teólogos; pero la tarea se volvía imposible. Sin embargo, no podemos dejar de mencionar, aunque sea de pasada, a los seis mil sacerdotes asesinados bárbaramente durante la persecución religiosa de la II República española, a los varios miles que murieron en los campos de concentración nazis y comunistas, a los que fundaron nuevas iglesias en Asia y África, a los que sobrevivieron a las crisis postconciliares y perseveraron cuando muchos de sus compañeros se secularizaron, a los que con sus mejores esfuerzos evangelizaron en los tiempos de la modernidad y a los que le tocó ya los de la postmodernidad, etc.
Concretamente, explican, “en nuestro ámbito español podríamos haber incluido a muchos más, entre ellos a los curas diocesanos Pere Tarrés, Abundio García Román, Eladio España Navarro, Leocadio Galán Barrena, José Luis Martín Descalzo, Luis Zambrano Blanco, Juan Paco Baeza, José Luis Múzquiz, Juan Sáez Hurtado, Baltasar Pardal, Honorio María Sánchez, Manuel Aparici, José Pío Gurruchaga, Antoni Aguiló Valls, Diego Hernández González, Manuel Herranz Establés, Vicente Garrido Pastor, Juan Sánchez Hernández, José Soto Chuliá, Rafael Sánchez García, José María Hernández Garnica, Ángel Carrillo, José Luis Cotallo, Bernardo Asensi Cubells, Pedro Legaria, Antonio Amundarain Garmendia, Manuel Pérez Arnal, etc.; los jesuitas Ángel Ayala, Segundo Llorente, Manuel García Nieto, Pedro Guerrero, Francisco Tarín y Rodrigo Molina -sin olvidar a los egregios Urbano Navarrete y Antonio Orbe-; y además, el benedictino Justo Pérez de Urbel, los agustinos Anselmo Polanco y Agustín Liébana, el marianista Vicente López de Uralde, los dominicos Buenaventura García Paredes y José Merino Andrés, los pasionistas Aita Patxi y Francisco Sagarduy, el redentorista Francisco Barrecheguren, el trinitario Félix Monasterio. Y la lista podría continuar…
El libro se divide en 6 secciones: “Los maestros del Espíritu“, que incluye a Carlos de Foucauld, Pío de Pietrelcina, Columba Marmión, Emiliano Tardif y José Rivera; “Los misioneros en tierras lejanas“, que habla de Arnold Janssen, Eustaquio Van Lieshout, Giuseppe Allamano, Joseph Gérard, Jan Beyzym, Nicolas Bunkerd Kitbamrung y Pedro Arrupe; “Los perseguidos por causa de la justicia“, entre los que encontramos a Ladislao Findysz, Jakob Gapp, Rupert Mayer, Miguel Agustín Pro, Maximiliano Kolbe, Teófilo Fernández Legaria, Ignacio Ellacuria y compañeros y Pino Puglisi; “Los grandes teólogos“, que son Hans Urs Von Balthasar, Henri de Lubac, Karl Rahner y Romano Guardini; “Los que se anticiparon a su tiempo“, que incluye a Joseph Kentenich, Josemaría Escrivá de Balaguer, Pedro Poveda, Giacomo Alberione, Tomás Morales, Luigi Giussani y Sebastián Gayá; “Los apóstoles de la caridad“, que trata de Edward J. Flanagan, Luigi Orione, Faustino M´guez, Benito Menni, Werenfried Van Straaten, Joseph Wresinski, Giovanni Calabria y Luigi Guanella; y por último, la sección tituada “En múltiples apostolados” que habla del Cura Brochero, Alberto Hurtado, Manuel García Morente, Patrick Peyton, José María Arizmendiarrieta, Henri Caffarel y José María Rubio.
Concluyen su presentación los autores diciendo que “escribir este libro ha sido una auténtica escuela para nosotros, pues a algunos sacerdotes que en él aparecen los conocíamos por el nombre y poco más, y ahora hemos aprendido lo mucho que tenían que enseñarnos. Adentrándonos en sus vidas, hemos admirado el testimonio que dieron y, sobre todo, hemos corroborado en cada uno de ellos aquello que decía el Santo Cura de Ars cuando definía el sacerdocio como “el amor del corazón de Jesús”. Esta hermosa frase, que podría parecer una teoría, se hace vida en la mayoría de los sacerdotes que, con sus limitaciones, a veces con errores, buscan únicamente vivir en profundidad ese amor y transmitirlo.”

P. Alberto Royo Mejía
Fuente: http://infocatolica.com/blog/historiaiglesia.php/ 

martes, 18 de diciembre de 2012

El silencio de Dios

En un mundo donde las prisas y el activismo parecen dominarnos, siempre hay una queja ante la supuesta indiferencia de Dios por tanta injusticia y mal del que somos testigos diariamente. ¿Por qué permanece Dios en silencio mientras los buenos sufren persecución? ¿Cómo es posible que Dios parezca estar impasible ante tanto sufrimiento, dolor y muerte de inocentes? Sólo hay una respuesta a este misterio: el silencio de Dios ante la muerte de su Hijo en la Cruz. De esta manera, esa supuesta y aparente indiferencia es el grito más elocuente de Dios: nuestra vida del día a día no es otra cosa sino la prolongación en la historia de la muerte en la Cruz del Inocente por excelencia.
Tu dolor, tu sufrimiento, tu enfermedad, tu renuncia personal, tu sacrificio escondido, tu generosidad sin palabras… todo eso, son manifestaciones del gran silencio de Dios que –como diría san Pablo– con “gritos inenarrables” manifiesta al mundo que la única victoria es la de Cristo en la Cruz… Vencedor del pecado y la muerte. Mira el silencio doloroso de la Virgen que permanece fiel junto a su Hijo en la Cruz. Su fidelidad también alcanza a tu sufrimiento incomprensible y sin sentido, porque te arropa con su ternura y misericordia para que esos silencios de Dios los descubras como amor sin condiciones.

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domingo, 16 de diciembre de 2012

Y después de este destierro, muéstranos a jesús

Cuando el alma se va adentrando en los caminos de intimidad con Dios su vida se va volviendo un constante deseo del cielo. Si poco deseas el cielo, poco amas; si mucho lo deseas, mucho amas. Pero no quieras esperar tanto: comienza ya a hacer de tu vida ese poco de cielo que quepa en tanto barro. El cielo es Dios y Dios está en ti. ¿Cómo dices que no puedes gustar, en tus afanes y en el duro trajín del día a día, ese poco de Dios escondido que late amoroso en los repliegues de tu alma? Ahí, en lo más profundo de ti mismo, eres capaz de deseos y amores infinitos. No quieras ahogarte con el lastre pesado de este mundo, aun en esas situaciones duras y difíciles que atraviesas. Tu barro está hecho para el cielo, porque el cielo un día se hizo de tu barro. Cuando te pese el cansancio de esta vida y te agobien sus dificultades y miserias, cuando caigas cansado de esa lucha en la que sólo la derrota te queda por compañera, mira al cielo y pon allí tu más fuerte deseo. Verás que todos esos trabajos se vuelven livianos y llevaderos, que todo se hace poco, y casi nada, comparado con el todo que es tu Dios y tu cielo. Mira que todo pasa y que, al final, tus años se van marchando como instantes, deshojados en la mano de tu vida. Y allí, al final, el cielo, sólo el cielo será nuevo regazo, en el que goces sin fin, sin horizonte. De aquella eternidad saliste y a ella has de volver para siempre. Aprende a vivir este intervalo de la vida con la íntima certeza de que ese cielo te acompaña en todo y siempre. 

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viernes, 14 de diciembre de 2012

La mística de la vida ordinaria

Tu alma está hecha para albergar en sí lo ilimitado e infinito de Dios. Has de encontrar el lugar y la fuente de esa secreta intimidad con tu Cristo en las condiciones concretas de tu vida ordinaria, en los quehaceres de tu día a día. Ahí has de saber escalar las altas cumbres de la mística de lo ordinario, pues es ahí donde quiere el Señor hacerte gustar las delicias de su cruz. "¡Oh, si se acabase ya de entender cómo no se puede llegar a la espesura y sabiduría de las riquezas de Dios, que son de muchas maneras, si no es entrando en la espesura del padecer de muchas maneras, poniendo en eso el alma su consolación y deseo! ¡Y cómo el alma que de veras desea sabiduría divina desea primero el padecer para entrar en ella, en la espesura de la cruz!". Si el Verbo tomó la carne de nuestra miserable condición humana, también las más altas gracias místicas pueden llegar a hacerse carne en tu pequeña alma. Tu cruz de cada día, aunque sea pequeña, es cruz; la fidelidad de cada día, con ser pequeña en las formas, no deja de ser fidelidad. La mística de la vida ordinaria, con ser pequeña en sus apariencias, es, como tu alma, ilimitada e insondable como el mismo Dios. La espesura y estrechez de tu día a día ha de ser ese pozo sin fondo donde puedas beber las riquezas inagotables que manan del corazón de Dios. "Para entrar en estas riquezas de su sabiduría la puerta es la cruz, que es angosta. Y desear entrar por ella es de pocos; mas desear los deleites a que se viene por ella es de muchos". No quieras un cristianismo sin cruz porque terminarás viviendo una fe sin Dios. Y no midas la calidad de tu oración por los gustos y deleites que puedas sentir, por los grandes pensamientos que se te puedan ocurrir, por los bellos propósitos que te propongas cumplir, sino por el enorme y callado amor con que sabes permanecer en la fidelidad oscura y desabrida a tu Dios. 

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miércoles, 12 de diciembre de 2012

Un montón de camellos ante el ojo de una aguja

Es propio de nuestra limitada condición creatural asirnos fuertemente a los agarraderos de las seguridades humanas. Necesitamos vivir con los pies muy puestos en la tierra de nuestros cálculos humanos, de nuestras previsiones y planes, de nuestras habilidades y cualidades, de nuestros méritos, de todo aquello que podemos medir, tocar, ver y sentir. Y terminamos por utilizar esa misma lógica humana en nuestra vida espiritual, convirtiendo el alma en un almacén de congelados, en el que voy guardando todos aquellos méritos y obras buenas que me permitirán un día comprar a Dios mi derecho a la salvación. Aunque seas muy generoso con tus bienes materiales, puedes vivir con alma de rico, dominado por la miserable ambición de caminar muy seguro de ti mismo y confiado en las riquezas espirituales de tus méritos, de tus obras, de tus virtudes o de tus cualidades. Todo eso de bueno que hay en ti no es tuyo; te lo da Dios con su gracia. La peor pobreza que puede sufrir un alma inflada de sí misma es no tener a Dios. Y esta miseria espiritual puede darse aun cuando seas un perfecto cumplidor de tus deberes espirituales. Otros podrán ver que vas a Misa, que rezas a diario el rosario, que hablas piadosamente de Dios en tu apostolado, que lees y conoces la Escritura, y hasta podrán alabar tus bellas y piadosas predicaciones... Sin embargo ¡cuántos cristianos tan llenos de sí mismos, esperando como camellos para pasar por el ojo de una aguja! Carga sobre tus lomos las cruces de los demás, sus problemas, sus inquietudes, sus deseos de Dios; carga tu alma, sobre todo, de la presencia y del amor de Dios, y verás que ni el ojo de una aguja es obstáculo para que su gracia actúe a través tuya. 

Mater Dei
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lunes, 10 de diciembre de 2012

Enjugar el rostro sufriente de la Iglesia

No pretendas entender el misterio del mal. Ni siquiera solucionarlo. Ante situaciones que nos sobrepasan a veces sólo cabe la inclinación humilde de un entendimiento que calla ante lo que no entiende, o la oración escondida de un corazón que acepta dolorido el mal ajeno. Has de aprender a estar junto a la cruz, como María, redimiendo más con tu dolor que con tu acción. Has de aprender a sufrir con misericordia el mal de otros, llevando sobre los hombros de tu oración ese carga tan pesada del pecado que tanto aflige a la Iglesia. No caigas en la tentación de la crítica fácil ante las miserias y escándalos de los miembros de tu Iglesia. No cedas a la duda, al desaliento o al desánimo cuando te topes de cerca con el pecado, la defección y la omisión de otros cristianos o, incluso, de tus mismos pastores. Esas situaciones que tanto dolor te causan quizá no te corresponde a ti solucionarlas, pero sí sufrirlas.
Besa con tu entrega y tu fidelidad esas llagas del cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Enjuga con los cabellos de tu oración esos pies sucios y doloridos con los que Cristo sigue hoy caminando en los miembros de su Iglesia. Abraza en lo más profundo del corazón esa misma cruz que Cristo abrazó en Getsemaní, con el doloroso gozo de saberte, como Cristo, crucificado por los pecados que afean la indefectible santidad de la Esposa. Y, sobre todo, cuida de no herir con tu vida mediocre, con tus faltas consentidas, con la indiferencia ante tus propios pecados, esa filigrana sublime, misteriosa y delicada que es la comunión de la misma Iglesia. Tu también puedes ser con tu vida de aquellos que, ante este cuerpo llagado y ensangrentado de Cristo que es la Iglesia, gritan y piden el castigo de la crucifixión. Acércate a tu Iglesia como se acercó aquella mujer al cuerpo llagado y caído de Cristo, enjugando con el paño limpio de tu vida el rostro sufriente de Cristo en cada uno de tus hermanos.

Mater Dei
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sábado, 8 de diciembre de 2012

Lo compasivo hacia nosotros se hizo madre

Allá, en el seno eterno y silencioso del Padre, reposaba desde siempre el Verbo, esperando la plenitud de los tiempos. Gestado en el Amor del Espíritu, se daba al Padre como Amor compasivo hacia nosotros, pues el fruto engendrado del Amor es también Amor. Y en ese mismo Amor purísimo, entregó el Padre a su Verbo para que descansara en la carne materna de María. Y allí, gestado nuevamente en el Amor del Espíritu, aquel fruto del Amor seguía haciéndose compasión hacia nosotros y compasión hacia el Padre. El Amor materno del Padre hizo una Madre en María para que allí descansara el Verbo como descansaba eternamente en el seno virginal del Padre. El Padre nos dio en el Amor al Verbo y se hizo materno; María nos dio por Amor al Verbo y se hizo Madre. El Padre lo engendró de sí en el Espíritu; María lo engendró del Padre también en el Espíritu. Y la misma compasión que hacía Padre al Padre hizo también Madre a la Madre. Lo compasivo hacia nosotros se hizo madre, en el Padre y en María. Hace falta tener muy dentro a Dios para poder darlo a los demás. Hace falta concebir, gestar, alimentar, llevar y cargar en el seno de nuestra alma esa vida del Verbo para poder darlo con amor compasivo a todos los hombres. Hace falta un corazón muy puro para poder concebir virginalmente en nosotros, sin pecado, esa vida divina del Verbo. Estás llamado a entrar por caminos de maternidad espiritual, con ese mismo Amor compasivo hacia todos que hizo materno al Padre y que hace a la Virgen nuestra Madre. Ser madre de Dios en las almas como lo fue María del Verbo. ¿Es que puede, acaso, una madre olvidarse del hijo de sus entrañas? Así sea también tu amor compasivo hacia los hombres.


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viernes, 7 de diciembre de 2012

Ama siempre a la virgen

    Hay aspectos de la ternura y misericordia de Dios que sólo podíamos conocer a través del corazón virginal y materno de María. Sin Ella el misterio de Cristo es inexplicable. El mayor deseo humano jamás hubiera podido sospechar ni imaginar nada de cuanto Dios nos ha regalado en María. Su dulce presencia, inefable para el corazón que sólo sabe hablar con el amor, se hace entrañable, materna, cercana, cuando presentas ante Ella tu corazón herido de hijo. Cuántos sinsabores, cuántas penas y dolores, cuánta amargura y soledad, cuánto dolor desengañado, cuántas lágrimas, no habrá enjugado esta Madre desde que el corazón de los Tres quedó enamorado de esta bellísima alma. Así es tu Madre. La que llena de amor a Cristo todos los huecos y vacíos que el pecado deja en tu corazón. La que no se cansa de velar aun en esas noches largas y oscuras por las que a veces camina perdida tu alma. Aquella que embelesa y anonada el corazón de Dios. Así es tu Madre. Nunca dejes de amarla e invocarla. No te olvides nunca de ese regazo materno, tan divino; aquel en el que un día reposó el rostro de Cristo y en el que siempre podrás sentirte abrazado.     



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