LA PRESENCIA DE DIOS EN MEDIO DE LA HISTORIA DEL HOMBRE.



A lo largo de la historia, Dios ha hablado a los hombres de muchas maneras, hoy nos ha hablado por medio de Jesucristo. Él se hace hoy presente en medio de su Iglesia, la Iglesia que él ha querido fundar. Cristo, única promesa de felicidad, se hace presente en la realidad de cada día, en cada hombre y en cada acontecimiento.

Por ello, este blog lo que pretende es reconocer a través de los hechos en la Iglesia, la presencia de Dios en medio de su Pueblo.

lunes, 30 de julio de 2012

Nuestros encuentros con Dios

Es cierto que hemos de buscar a Dios en los afanes más cotidianos. No podemos olvidar, sin embargo, que, en primer lugar, es el mismo Dios el que sale a nuestro encuentro. Por tanto, no se trata de buscar a Dios a tientas, sino que Él mismo se hace permanentemente el encontradizo con nosotros, para que podamos acceder a su intimidad de una manera personalísima.
De un modo especial ese encuentro se produce a través de Cristo, Dios hecho hombre. A través de Él, Dios da al hombre una respuesta de fe, algo de nuestra propia condición humana para que sea creíble y patente. ¿No es la Eucaristía, por ejemplo, una “encarnación” diaria, tangible y palpable, que se perpetúa a lo largo de los siglos? En la comunión con Cristo, Dios nos eleva a la dignidad de hijos suyos. Por eso, san Juan será tan explícito a la hora de hablar de ese encuentro con el Hijo de Dios: “Lo que hemos visto y oído, tocado con nuestras manos, os lo comunicamos para que tengáis comunión con el Padre, para que vuestro gozo esté completo, no sólo para llamarnos hijos de Dios sino que lo seamos”.
Tú y yo también hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. ¿No recuerdas, acaso, cuántos signos de amor ha puesto Dios en tu vida? ¿Has olvidado cada uno de esos encuentros con Dios, en los que te hacía participar de su vida divina? Sí, también en esos momentos en los que creías verte inmerso en la oscuridad, en la duda, o en el sufrimiento. Dios, entonces, estaba aún más cerca de ti, porque contemplaba en ti a su mismo Hijo clamando desde la Cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Te aseguro que nunca, hasta entonces, el ser humano quedó abrazado tan estrechamente por la infinita ternura de Dios.
Por tanto, tus contradicciones diarias no son paradojas de la vida. Son ocasiones para recuperar, en esa debilidad que percibes, día tras día, el encuentro de un Dios que te abraza constantemente. Sólo así su fuerza, no la tuya, alimentará tu corazón.

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

sábado, 28 de julio de 2012

La fe de las mariposas

Las mariposas son apreciadas por la vistosidad y colorido de sus alas. Se mueven sin rumbo de acá para allá y se posan continuamente sobre todo lo que van encontrando en su vuelo, sin hacer nido en nada. No tienen mayores aspiraciones que buscar su alimento diario y prestar al brillo del sol los colores de sus alas. Son especialistas en el arte de engañar pues, detrás de sus espectaculares colores y formas, esconden grandes armas de supervivencia y otros talentos que, a primera vista, pocos saben apreciar y descubrir.
Muchos católicos viven su fe al estilo de las mariposas. Su devoción resulta, a los ojos de muchos, tan vistosa como los colores de esos insectos, pero, en el fondo, tan frágil y volátil como sus alas. Se mueven de acá para allá, posándose en la flor que acaban de descubrir, pero, detrás de ese revoloteo casi constante, se esconde la incapacidad para comprometerse con nada, ni con nadie. No hacen nido en Dios, sino en la propia inconstancia de su voluntad y en la fugacidad de sus sentimientos pasajeros, a merced de los cuales revolotean sin rumbo para justificar, así, su nombre de cristianos. Detrás de su aparente entrega, siempre superficial y de ocasión, se adivina el egoísmo de una inconstancia que evita la entrega total y sincera de sí. En lugar de cambiar de vida, cambian de circunstancias, manteniendo el continuo engaño de una fe aparente, incapaz de encararse con su propio egoísmo y comodidad. Son incapaces de clavar el clavo y dar martillazos hasta que se hunda en la pared, porque prefieren vivir con el clavo en la mano, dando martillazos acá y allá, sin clavar nunca nada.
No mariposees en tu vida espiritual. No cambies de rumbo cada vez que fracases o te desanimes. Examina con sinceridad las alas de tu vida interior, no sea que tu fe brille mucho al sol, como los maravillosos colores de las mariposas, pero sea tan engañosa y aparente como ellas. No cambies continuamente de plan de vida, de director espiritual, de grupo apostólico, de parroquia, de intenciones y propósitos. Con la excusa de estar siempre empezando, o de buscar algo mejor, nunca acabarás ni completarás lo más importante, y dispersarás en nada las fuerzas que necesitas para clavarte en la tarea de tu propia santidad.

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

jueves, 26 de julio de 2012

Una lupa en tu vida

Los pulgones no se aprecian a simple vista y, sin embargo, sus plagas tienen una gran capacidad destructora. Son capaces de secar y agostar cosechas enteras, si no se previenen y atajan a tiempo sus efectos devastadores. Piensa que, también en tu vida cristiana, corres el peligro de sufrir plagas mayores y de consecuencias más profundas, si no pones remedio a tiempo. Es importante, por ello, habituarse a examinar la propia vida, observar con el aumento y el detalle de una lupa todos los rincones de la conciencia. En ella suelen anidar, sin que tú te des cuenta, muchas larvas de defectos y pecados, que pueden convertirse en una plaga espiritual y agostar esa vida de Dios que quiere crecer entre tus abrojos y espinas.
No acabes tus jornadas sin hacer un breve examen de conciencia. Párate a considerar, durante un tiempo concreto, cuáles son las intenciones más secretas de tus actos, los intereses ocultos que te han movido a actuar de esa manera, los hábitos no corregidos y en los que llevas tanto tiempo instalado, por qué tienes esas reacciones tan primarias ante circunstancias molestas, inoportunas o imprevistas, por qué tantos días acaban llenos de la más desordenada esterilidad, dominados por la plaga del activismo. Pero, pondera también los dones recibidos de Dios, las insinuaciones que hoy el Espíritu Santo ha dejado caer en tu alma, ese gozo apostólico que has cosechado en tu entrega a los demás, tantos detalles de generosidad, de olvido de ti, que has podido regalar a otros, esos pequeños vencimientos que sólo tú y el Señor habéis conocido, tantos ofrecimientos y súplicas por los que se han encomendado a tus oraciones.
Piensa que las cosas más bellas, a veces están tan escondidas, que sólo llegas a descubrirlas y apreciarlas cuando las ves a través de una lupa. Si te acostumbras a hacer cada día el examen de tu vida y de tu jornada descubrirás la riqueza tan oculta que mora en lo escondido de tu alma, allí donde sólo Dios y tú os habláis cara a cara.    


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Archidiócesis de Madrid

martes, 24 de julio de 2012

El camino de lo pequeño

Muchas veces me desanimo y me dejo vencer por el desaliento cuando me detengo en mi vida interior. Ese diario empezar y ese diario volver a caer, casi siempre en las mismas faltas, va desgastando ese ánimo –muchas veces lleno de soberbia– que necesito para seguir luchando contra mis defectos. Me gustaría el milagro de la conversión instantánea, fácil y sin esfuerzo, que, por otra parte, tanto podría agradar a Dios porque me permitiría vivir más fácilmente la perfección de la virtud. Pero es, quizá, más duro, más escondido, más humilde, ese otro camino de lo pequeño, de lo que nadie –sólo Dios y yo– vemos, de lo que no tiene brillo ante los ojos de los demás, aquello que, además de no ser valorado, reconocido ni agradecido, me toca hacer sin ilusión y con desgana interior. Este camino de lo pequeño es seguro para llegar a unirme con Dios. Es ahí, en mi pequeña vida ordinaria, donde Dios me espera. Mientras sueñe con una santidad ilusoria, distinta –en el contenido y en el modo– de la que Dios quiere para mí, estaré echando agua por un colador y, lo que es peor, seguiré enredándome en la madeja de las mil formas de voluntarismo soberbio que me hacen creer que soy yo el protagonista y artífice de mi propia santidad. 


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Archidiócesis de Madrid

domingo, 22 de julio de 2012

Nuestro ángel de la guarda

No nos resulta difícil creer que cada niño está encomendado por Dios a un ángel. Seguro que te acuerdas todavía cómo de pequeño te enseñaron a rezar a tu ángel de la guarda. Y, sin embargo, a medida que te has hecho adulto has ido olvidando, quizá, que sigues encomendado a ese mismo ángel que acompañó toda tu infancia. Tu ángel de la guarda no se hace adulto. Tienes siempre a tu lado a ese amigo inseparable que contempla y ama incesantemente el rostro de Dios. No te olvides de él. Encomiéndale, como a buen mensajero, que lleve ante ese rostro divino todas tus oraciones, tus peticiones, tus besos, tus amores. Pon en sus manos puras las almas de todos aquellos que Dios te ha encomendado para que las deposite junto al corazón de Dios. Confíale tus afanes apostólicos para que vaya delante de ti, preparando el camino al Señor. Fíate siempre de su protección y verás detenerse a tus pies el acecho del mal y del demonio. Háblale, como hablas a tu amigo y confidente, y pídele a menudo que te describa cómo es ese rostro de Dios que él contempla cara a cara. Dile que te enseñe a ser, como él, ángel para muchas almas. Y de su mano entrarás un día en la morada de los santos, en el santuario celeste, en la compañía de todos los demás ángeles, para participar eternamente con ellos de esa liturgia de gloria, de adoración y alabanza que sólo se gusta plenamente en el cielo.

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viernes, 20 de julio de 2012

Tus promesas superan todo deseo

Las promesas de los hombres suelen ser pasajeras, vanas y hasta falaces. Nos comprometemos a dar al otro lo que sea, con tal de conseguir de él nuestros intereses, aun sabiendo que no tenemos lo que prometemos. Y, cuando trasladamos a la relación con Dios nuestra manera humana de prometer, lo hacemos por interés, aunque sea pequeño, porque creemos que podemos mercadear con Dios a la manera como lo hacemos con los hombres. Cuántas secretas infidelidades, propósitos incumplidos, arranques de generosidad con el Señor, que se quedaron en palabras huecas y genéricas. Nos acostumbramos a fallar, a la deslealtad, a desmentir con la vida tantas palabras que prometieron grandes cosas al Señor. Nuestro “sí” muchas veces es un «no», o se queda en un «después», un «quizá», un «todavía no», un «espera…».
El Señor sí que es incondicional, porque auna en su palabra la eternidad y la eficacia de su omnipotencia misericordiosa. Capaz de colmar todo aquello que más desea tu corazón, en una medida y modo insospechados, no interrumpe jamás su entrega callada y vigilante hacia el hombre. Conocedor de la pequeñez humana hasta sus más extremos límites, puede y quiere darte en plenitud aun aquello que tú no puedes ni sabes imaginar. Sus promesas, absolutamente veraces, no tienen el límite y la fragilidad de las promesas humanas. Quizá, por eso, porque superan toda medida humana, nos cuesta tanto creerlas. Pero puestos a imaginar, a soñar, a desear lo que es Dios, lo que tiene y quiere para el alma, siempre será nada. ¿Por qué, entonces, vivir con esa bajeza de miras, que corta el corazón de Dios con el patrón de la tacañería humana? Vive tu fe en Dios con el corazón confiado de quien sabe que su Padre ni falla, ni falta a sus promesas, ni se deja ganar en generosidad.

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Archidiócesis de Madrid

miércoles, 18 de julio de 2012

¿Cuánto tiempo dedico a Dios?

Sería bueno acabar cada jornada preguntándonos, en nuestro examen del día, cuánto tiempo hemos dedicado a Dios. Compara cuánto tiempo dedicas cada día al trabajo, al descanso, a los amigos, a la familia, a tus asuntos, y cuánto tiempo dedicas, también cada día, a Dios, al apostolado, a los demás. Solemos dar la prioridad a las cosas urgentes, que pocas veces son las cosas de Dios, porque vivimos en un permanente estado de egocentrismo. Nos esforzamos, a veces, por hacer un hueco a nuestra oración diaria, o a la Eucaristía, pero tan apretado y ajustado que más parece que lo hacemos por obligación que por amor. Y, por la noche, estamos tan cansados y es tan tarde, que ni siquiera nos acordamos de ofrecer al Señor ni los últimos momentos del día ni el descanso de la noche. Cuántas jornadas dejamos pasar, llenas de cosas y actividades en las que no ha estado Dios presente. Las adornamos, sí, con unas cuantas oraciones rezadas quizá rutinariamente, pero se acaban, una y otra vez, vacías de lo más esencial: Dios. Y, sin darnos cuenta, se va ensanchando la distancia entre nuestra vida y nuestra fe, entre nuestro día a día, embarrado en el tráfago del activismo, y ese Dios que no se cansa de esperarte a la puerta de cada jornada.

            Dios no se merece sólo unos minutos. A Él hay que dárselo todo. Todo el día debería ser para Él, porque “en Él vivimos, nos movemos y existimos”. Un corazón cumplidor y medidor se contenta con medir el amor por minutos. El corazón de Dios, en cambio, no mide, se entrega. Has de ir educando el sentido sobrenatural de las cosas y personas, para ir sazonando con el sabor de lo divino ese día a día sin Dios, en el que vives enredado y desperdigado. Tu fe se vuelve insípida y estéril, si no empapas con ella cada instante de tus jornadas, y tus jornadas serán semillas vanas, si no están fuertemente arraigadas en la tierra del amor y de la presencia de Dios. El tiempo no es tuyo, es de Dios; no lo malgastes en infidelidades y mediocridades, pues es un talento precioso llamado a fructificar en obras y en vida interior. 



Mater Dei
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lunes, 16 de julio de 2012

Nuestros vasos de agua fresca

Nos aseguró el Señor en el Evangelio que no quedaría sin recompensa ni uno solo de los vasos de agua fresca que diéramos, en su Nombre, al sediento (cf. Mt 10,42). En realidad, Cristo mismo se nos da como recompensa cada vez que damos algo en su Nombre y, ante semejante paga, no importa tanto lo que das sino cómo lo das y en nombre de quién lo das. Dar en nombre de Cristo no es lo mismo que dar por propia satisfacción, por compromiso, por obligación, o por simple altruismo. Piensa que, en las generosidades de muchos cristianos, no siempre está presente Cristo, porque damos cosas, tiempo, dinero, cualidades, habilidades, pero, en todo eso, no damos a Dios. Tu caridad tiene que tener la forma de Cristo, si no quieres que se reduzca a una mera acción social o humanitaria, en la que el nombre de Dios no llega a resonar en el corazón de esos sedientos que has saciado. Sirve para muy poco un vaso de agua fresca que calma la sed, si no completas tu don con el agua viva de Cristo, capaz de saciar en plenitud el corazón necesitado y sediento de aquellos a los que socorres.
            Examina con detalle tu generosidad y detecta cuáles son las carencias de tu caridad. Mira si te contentas con dar alguna que otra vez, si das sólo cuando no te supone esfuerzo, si das sólo obligado por el compromiso o por el qué dirán, si das sólo aquello que te sobra. Tus vasos de agua fresca no pueden limitarse a actos puntuales y simbólicos, con los que pretendes tranquilizar tu conciencia y justificar tu cristianismo de mínimos. Mira, sobre todo, si das a Cristo a los demás, si te das como se dio Cristo, que llegó al extremo del amor sólo por calmar la sed profunda que causa el pecado en el alma de tantos hombres. Has de ser generoso, sí, pero tu generosidad será más preciosa cuánto más vaya cargada de Dios. Que nadie beba tus vasos de agua fresca sin paladear en ellos ese gusto de cielo y de amor de Dios que sacia realmente la sed más profunda del alma.    



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sábado, 14 de julio de 2012

Yo no sirvo para esto

En las almas que van adentrándose por caminos de intimidad con Dios, la gran tentación es el desánimo. Cuando nuestra falsa humildad nos hace ver que no estamos a la altura de las circunstancias, que no correspondemos a Dios como se merece, que somos incapaces de la santidad que Dios nos pide, que no servimos para entregarnos a Dios, el desánimo nace y se alimenta de nuestra falta de confianza y abandono en Dios. Si, en cambio, lo que nos desanima son los defectos que no logramos vencer, esas inclinaciones que no dominamos, esas reacciones incontroladas y primarias que desmienten nuestra aparente santidad, el desánimo nace de nuestra sibilina soberbia, que empapa, como el agua, toda nuestra persona. El desaliento es el gran aliado de la tristeza. Juntos son capaces de hundir en la tibieza los mayores propósitos y los más sinceros deseos de entrega a Dios.
En realidad, todo nace de ese yo soberbio y egoísta que nos acompaña, como una sombra, en todo lo que hacemos y somos. Mientras no te determines a luchar contra su imperio y tiranía no lograrás entrar por esa senda selecta y escogida, que lleva a una intimidad con Dios desconocida para muchos. No cedas al dominio imperante de tu propio criterio y opinión, a las exigencias de tu lógica racional y humana, a lo que tu egoísmo y tu mediocridad te presentan como necesario. No quieras ir por otro camino distinto del que Dios te muestra, ni buscar una santidad a tu gusto y medida y no según el modo de Dios. Piensa que, la misma soberbia que hizo caer en el pecado eterno a muchos ángeles, que conocían y veían cara a cara el rostro de Dios, es la que también a ti te inutiliza para amar a Dios sobre todas las cosas. El día que pienses que estás a la altura de las circunstancias de Dios, el día que te sientas capaz de realizar la misión que Dios te encomienda, el día que creas que estás correspondiendo en algo a Dios, el día que te veas que sirves para esto, desgraciadamente habrás dejado de servir.


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jueves, 12 de julio de 2012

La sinceridad nos salva


El pecado nos acostumbra a vivir blindados detrás de una falsa imagen de nosotros mismos, constantemente alimentada por nuestra soberbia y vanidad. Detrás de esa careta escondemos la basura de nuestros pecados, defectos y limitaciones, procurando que se vean lo menos posible, y hasta terminamos creyéndonos que, en realidad, todo esa basura no existe. Cuánto nos cuesta, entonces, vivir la sinceridad con Dios en el sacramento de la reconciliación y la sinceridad con uno mismo en la dirección espiritual. Y, sin embargo, esa sinceridad te libera del pesado lastre de ti mismo, te desata los nudos que atan en ti la acción de la gracia, te salva del duro cascarón de tu soberbio egoísmo en el que fácilmente te enrocas cuando caes. Confía tu alma a Dios, sin miedos de ningún tipo. Confíala también, sin ocultar nada por vergüenza, a aquellos que, a través de la dirección espiritual, te ayudan en tu camino de entrega a Dios. Y, sobre todo, sé sincero contigo mismo, mirándote en el espejo de tu imagen real, nada ficticia, hecha de mucho barro, sí, pero barro tocado y traspasado por la gracia divina. La vitalidad de tu fe, el atractivo de tu apostolado, el testimonio de tu vida cristiana y hasta el crecimiento interior de tu alma dependen, y mucho, de la sinceridad con que, a diario, al final de la jornada, hagas tu examen de conciencia. 

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domingo, 8 de julio de 2012

Ejercitar la voluntad

Hay dos tentaciones fáciles que acechan continuamente tu vida cristiana: el intelectualismo, o el afán de convertir tu religión en un sistema de ideas o creencias, y el sentimentalismo, o el empeño por reducir tu religión a mero sentimiento. El primero te lleva a creer sólo lo que entiendes; el segundo, te lleva a creer sólo lo que sientes. Ni uno ni otro transforman la vida sino que llevan a un cristianismo acomodaticio y abúlico, que no está dispuesto a entregar la vida a Dios y a los demás. Tienes que saber dar el paso de las ideas y de los sentimientos a la vida concreta. Y para eso has de ejercitar tu voluntad. La fuerza de voluntad, cuando se aísla de las ideas y de los sentimientos, se convierte en un duro y estéril voluntarismo que no lleva a Dios. Si, en cambio, se pone al servicio de la sana razón y se alía con el corazón se convierte en poderoso motor capaz de dar a tu vida cristiana la solidez y el armazón de unos buenos cimientos. No empieces tu jornada sin renovar los propósitos que hiciste en el examen de conciencia del día anterior. No dejes pasar tantas y tantas ocasiones que te piden ese pequeño –y a la vez grande– acto de ejercicio de tu voluntad, y más cuanto está en juego la gloria de Dios y el bien de tantas almas. Tienes que querer, poner todo de tu parte, si no quieres que la gracia de Dios en ti quede inutilizada y baldía. Piensa hasta qué punto la voluntad es importante en la propia santificación que la santidad se reduce a hacer libremente la voluntad de Dios y a querer lo que quiere Dios, y eso es lo que más eleva al hombre por encima de todas las demás cosas. 

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Archidiócesis de Madrid

viernes, 6 de julio de 2012

Ordena tu vida

El orden –o el desorden– dice mucho de ti y de Dios. El orden externo ayuda al orden interno. Ordena tu tiempo, tus cosas, tus actividades, tu trabajo, tus relaciones, y ordenarás también tus afectos, tu vida, tu relación con Dios, tu vida espiritual. No improvises, no salgas del paso, no vivas con rigidez interior los imprevistos. Comienza por cuidar el orden de las cosas materiales que utilizas a diario en casa o en el trabajo. Cuida también el orden en tu imagen personal: el vestir, el hablar, el comer... Ordena el horario de tu jornada poniendo en primer plano las cosas de Dios y el tiempo que, en justicia, debes dedicarle. Ordena tus relaciones con los demás dando prioridad a los que Dios te ha encomendado directamente en tu propia familia, en tu apostolado, en la amistad... Ordena tu trabajo, comenzando por aquello que más te cuesta, por lo que menos te gusta, por lo más difícil. Ordena, sobre todo, tu relación con Dios: tu Eucaristía diaria, tu confesión frecuente, tu oración cotidiana, tu apostolado, tu dirección espiritual, tu examen de conciencia al terminar cada jornada... Pon a Dios en su sitio, por encima de todo, y verás que todo se hace más suave y llevadero, que el tiempo parece que cunde más, que las cosas se viven más serenamente, que el corazón logra esponjarse en todo y con todos. El orden es belleza y la belleza lleva a Dios. 

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miércoles, 4 de julio de 2012

Orar con insistencia

Vivimos, sin darnos cuenta, con una enorme necesidad de Dios y, sin embargo, preferimos llenar nuestra hambre con golosinas de falsos espejismos que dejan el corazón seco y desabrido. Oramos poco y mal, y pretendemos saciar con nuestra anemia espiritual el hambre de Dios que padece el mundo. "Conviene orar siempre y no desfallecer" (Lc 18,1). Cristo oró. Oró con mayor insistencia cuanta mayor era la agonía de Getsemaní. Oró de manera extraordinaria cuando realizaba milagros. Oró también en lo ordinario, durante los largos años de la vida oculta de Nazaret. Oro en lo pequeño, cuando estuvo oculto en el seno de María. De su oración brotaba su apostolado. De su oración nació la Iglesia. Su oración en la cruz nos alcanzó el don del Espíritu. Has de orar, si quieres vivir en la realidad. Orar con Cristo y orar como Cristo. ¿Crees, acaso, que tu eficacia apostólica, tu vida de caridad, la reforma de tu carácter, la lucha contra el pecado, toda tu vida espiritual y tu relación con Dios pueden sostenerse sin la oración diaria? Te pueden las cosas, las prisas, el trabajo, las mil ocupaciones del día a día. Pero todo eso es echar agua por un colador, se vuelve espuma entre los dedos, si no nace de una profunda vida interior. No dejes pasar más días sin dedicar un poco de tu tiempo a estar con Dios. Búscate un sagrario y haz de él el centro de tu jornada. Organiza tu horario de cada día dando prioridad a tu vida de oración y no dejes para después, para el final, lo más importante. Sólo así tu vida dejará de ser un metal que resuena y que hace mucho ruido, pero que no deja huella. En proporción a tu oración así será tu santidad y tus frutos.  

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lunes, 2 de julio de 2012

Cuida la intención de tus actos

Aparentemente, y al menos en lo externo, puede que tu vida no se distinga mucho de la de los demás. Y, sin embargo, aunque hagas lo mismo que ellos, no debes hacerlo de la misma forma. En cada acción, en cada palabra, en cada acontecimiento, en cada minuto de tu jornada, hay algo capaz de dar valor de infinito a todo y de transformar lo más ínfimo y despreciable a los ojos humanos en gloria a Dios. Si eres capaz de rectificar a menudo la intención de tus actos, de reconducirlo todo a su centro, que es el corazón de Dios, estás dando pasos de gigante en la tarea de tu propia santificación y en la del bien de las almas. Purificar la intención y procurar ver a Dios en todo y en todos te proporciona un continuo incremento de libertad y de señorío sobre ti mismo y sobre las cosas. Vivir la rectitud de intención te ayuda a ir purificando esa mirada de fe que necesitas para vivir el día a día sobrevolando y planeando, como las águilas, por encima de incomprensiones, juicios ajenos, opiniones contrarias, criterios desacertados, dimes y diretes. No olvides comenzar tu jornada ofreciendo todo a tu Dios. No olvides renovar ese ofrecimiento a lo largo del día, en momentos especialmente señalados, en circunstancias difíciles o incomprensibles, en las situaciones imprevistas y absurdas, en las propias faltas y caídas. Y, sobre todo, no olvides llenar ese último momento del día, la última oportunidad de la jornada, con un confiado y renovado ofrecimiento a tu Dios de lo que eres y quieres ser. Viviendo la rectitud de intención experimentarás una y otra vez que Dios es ese Padre fiel que, en cada momento de tu vida, no se cansa de esperarte y salir a tu encuentro.  

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