LA PRESENCIA DE DIOS EN MEDIO DE LA HISTORIA DEL HOMBRE.



A lo largo de la historia, Dios ha hablado a los hombres de muchas maneras, hoy nos ha hablado por medio de Jesucristo. Él se hace hoy presente en medio de su Iglesia, la Iglesia que él ha querido fundar. Cristo, única promesa de felicidad, se hace presente en la realidad de cada día, en cada hombre y en cada acontecimiento.

Por ello, este blog lo que pretende es reconocer a través de los hechos en la Iglesia, la presencia de Dios en medio de su Pueblo.

martes, 30 de octubre de 2012

“Le rogaron que se alejara de ellos” (Lc 8,37)

Los habitantes de la aldea de Gerasa estaban ya acostumbrados a convivir con aquel endemoniado, que vagaba fuera de sí por los alrededores, vivía en los sepulcros y se mostraba desnudo ante la gente. En más de una ocasión, habían tenido que atarle con grillos y cadenas, pues se manifestaba en él con gran virulencia el poder de los demonios. El evangelio indica que el nombre de los demonios era “Legión”, porque eran muchos los que habían entrado en aquel hombre. Jesús liberó a aquel endemoniado del poder del mal, enviando a los demonios a una piara de cerdos. Los porqueros contaron con tanto asombro y temor lo que habían visto, que toda la aldea fue a pedirle a Jesús que se alejara de allí.
Aquellos gerasenos no temían el poder del Señor, a través del cual se les había manifestado el bien de forma grandiosa y espectacular. Temían, más bien, que aquel hombre les desinstalara y descolocara de su vida acomodada. Estaban acostumbrados a convivir pacíficamente con el mal, habían aceptado que el poder de los demonios rigiera su aldea y su vida. Se encontraban así más o menos a gusto y no querían que nadie viniese de fuera a romper aquella paz fría y aparente. Es más cómodo vivir en un cristianismo instalado y a la carta, un cristianismo de costumbre, apoyados y justificados por una fe, que no necesita del poder de la gracia para transformar un corazón que prefiere vivir como siempre, sin complicarse más la vida. Pactamos indefinidamente con viejas actitudes y defectos que han anidado en el corazón desde hace mucho tiempo, nos conformamos con ese pequeño rescoldo de fe que no crece con los años, preferimos la comodidad de una tibieza que no nos da problemas, antes que vivir en la tensión espiritual de crecer en el amor a Dios y en la propia conversión. Y, aunque recemos, vayamos a Misa, o no hayamos perdido la fe de la infancia, podemos ser cristianos gerasenos, que prefieran convivir con su propio pecado y mediocridad, antes que dejar que el Señor entre de verdad a transformar nuestra vida.

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domingo, 28 de octubre de 2012

Y tú, ¿qué eliges?

El ejercicio de nuestra libertad nos lleva a considerar las cosas que son importantes para nuestra vida. Y, en ese considerar lo esencial, hemos de ir tomando decisiones. Elegimos lo que más nos conviene, lo que nos hace madurar y lo que puede ayudar a otros a su crecimiento personal. Sin embargo, esas decisiones, que han de darse cotidianamente, están subordinadas a una elección mayor: mi entrega con la que estoy dispuesto a apostar mi vida hasta las últimas consecuencias.
Cuando sólo nos quedamos en elegir lo caduco y lo accidental, sin darle un horizonte trascendente, ocurre que el corazón se agosta y se cansa, pues tener la voluntad fija en cosas limitadas, por muy importantes que parezcan a los ojos de los hombres, no da una felicidad plena. Por tanto, incluso en las cosas que aparentemente pueden ser insignificantes, hemos de darles su proyección de altura, han de estar asumidas en ese otro orden en donde también ponemos a Dios como testigo. No es que lo pequeño carezca de importancia, sino que elegimos "eso" (lo que en lo cotidiano podría suponer monotonía), porque es donde más libre soy, es decir, donde dejo sitio a Dios y procuro que se manifieste su gloria... ¡Sí!, ¿no recordamos que fue precisamente en ese anonadamiento de su Encarnación, Dios hecho hombre, donde descubrimos la mayor grandeza de la divinidad?
A la hora de elegir, por tanto, no se trata de buscar mi gloria o mi comodidad personal, pues lo que recibiré a cambio será la soledad de mi vanidad o de mi egoísmo, que es el mayor fracaso de la libertad. En cada elección personal he de discernir que cualquier acción que realice ha de conformarse con esa voluntad divina en mi vida, que es la única capaz de hacerme libre, pues se identificará plenamente con la infinita libertad de Dios. ¿Puedo acaso elegir algo mejor y mayor?


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viernes, 26 de octubre de 2012

Una historia de amor

Hay cosas en la vida en las que nos empeñamos con ganas y esfuerzo. Buscamos motivaciones que nos hagan renovar ese empeño inicial, y vamos sorteando todo tipo dificultades hasta lograr el éxito de ese proyecto. Podemos hablar de sacar adelante una familia, un trabajo, una estatus social, etc. Sin embargo, hay momentos en los que uno se pregunta, al atisbar que casi todo se vuelve en contra, si no nos habremos equivocado cuando comenzamos a plantearnos semejante batalla. Alguien, por ejemplo, después de años de matrimonio, puede considerar que no era esa la persona con la que había imaginado llevar a cabo los años de su vida. Que el tener hijos, educarlos, sacrificarse por ellos, gastar el tiempo y el dinero de esa manera, no estaba en sus planes. Que las manías, o maneras de ser, que va descubriendo en su pareja entorpecen su autonomía y su libertad... En definitiva, y siendo muy humano, nos planteamos todas esas cuestiones en términos de beneficio personal y de utilidad a corto plazo. Son situaciones que nos las encontramos todos los días, y que van produciendo un cierto consenso social, pues se nos pregona constantemente la necesidad de "buscarse uno a sí mismo". Y, en esa búsqueda, lo único que parece tener sentido es la sola satisfacción personal, aislada del sacrificio, la renuncia o el sufrimiento que, siempre, beneficiarían a otros, y nos haría mucho más humanos y con sensibilidad divina.
Da la impresión de que hemos perdido la noción de algo que es esencial a la persona. Detrás de cada uno de nosotros siempre hay una historia de amor, y que dio comienzo cuando tomamos conciencia del verdadero sentido de nuestra vida, pero que hemos de ir alimentado constantemente, día a día, momento a momento. Una historia de amor es una historia de conocimiento. Sólo podemos amar lo que conocemos. Un conocimiento, en primer lugar, de lo que somos, y por qué somos así y no de otra manera. Se trata de ir adentrándonos en nuestro interior, donde vamos descubriendo que no estamos solos, que hay algo que trasciende nuestras propias ambiciones personales, y que está lleno de sentido. Un conocimiento, por otra parte, de ir percibiendo que nuestra vida siempre es relacional. Lo experimentamos, antes que nada, cuando dependíamos del cariño y la dedicación de nuestros padres, y lo continuamos en esas relaciones humanas de amistad, familiar, compañerismo, laboral o de pura vecindad. Sin embargo, siempre hay un punto de inflexión, y es la pregunta definitiva: ¿qué quiero yo de mi vida, y con quién la quiero?
Una historia de amor, la de cada uno, a nivel existencial, nos habla de una dependencia, aún mayor que la humana, y es tener la conciencia cierta de que alguien, antes que yo, me amó primero. Es, entonces, cuando descubrimos que, para darse ese amor, es necesaria mucha entrega, mucha renuncia y mucho sufrimiento. Eso, en sentido absoluto, ninguno de nosotros puede llevarlo a cabo. Sólo Dios lo hizo. En ese Cristo clavado en la Cruz podemos atisbar en qué consiste nuestra vida, y cómo hemos de ir asumiéndola. Fruto de un amor inconmensurable, sin límites de espacio y tiempo, Dios muerto en un cadalso, da razón a nuestra vida de una manera definitiva, plena y total.
¿Cuál es tu historia de amor? A la hora de tomar decisiones, esas que pueden marcar tu vida, piensa en la gran responsabilidad de inaugurar, no un cuento, sino una verdadera historia llena de sentido, es decir, de ternura y misericordia. Se trata de esa sucesión de actos y compromisos que han de tejer tus días, para que, en cada renuncia tuya, en cada sufrimiento que padezcas, otros puedan recoger el amor que recibiste sin esperar nada a cambio. 

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miércoles, 24 de octubre de 2012

“Toma tu camilla” (Mt 9,6)

El Evangelio no nos transmite ningún dato de aquel paralítico de Cafarnaún, que llevaba años, quizá toda su vida, postrado en una camilla. Tampoco nos dicen los relatos que Jesús intercambiara ninguna palabra con él. Ni siquiera pudo pedirle el Señor un poco de fe, antes de hacer el milagro, pues nada podía moverse en el alma tan paralizada de aquel hombre. Sólo sabemos que Jesús le curó sin condiciones, y le ordenó tomar su camilla y volver a casa. Aquella camilla había sido hasta entonces compañera de muchas postraciones, físicas y espirituales, de muchos desánimos y desesperanzas. Cuánta parálisis, sobre todo del alma, había soportado aquel lecho, al que se agarraba el paralítico como a su más grande posesión. Incapaz de aspirar y alcanzar mayores alturas, aquel hombre había aprendido a vivir casi a ras de suelo y a merced de los que le ayudaban a moverse, haciendo de aquellas parihuelas su único centro y aspiración. El drama de su parálisis interior había llevado a aquel hombre a vivir muy lejos de su propia casa.
Cuánta parálisis y cuántas camillas entre los cristianos, quizá en tu propia vida. Enredados en las ambiciones del mundo, en la opinión ajena, en nuestras excusas y justificaciones, en nuestros pecados y defectos pactados, nos vamos acostumbramos fácilmente a vivir con el alma entumecida y aletargada, a merced del criterio ajeno, muy a ras de suelo, agarrados a la camilla de nuestra tibieza. Cuánta parálisis produce en el alma esa fe acomodada y rutinaria, vivida quizá con desidia y por incercia, instalada aunque sea en el incómodo solio de un tabladillo. El Señor curó, sobre todo, la parálisis espiritual de aquel hombre, para que pudiera volver a casa, a Dios. Cuida tu fe, tu vida interior, tu alma en gracia, no sea que todo eso se haya convertido para ti en una camilla donde reclinar tu propia mediocridad.

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lunes, 22 de octubre de 2012

Lo que nos inquieta


Cuando aún era cardenal, el actual Papa Benedicto XVI, hizo esta consideración: "Lo que me inquieta es saber si me identifico con la idea que Dios tiene acerca de mi". Es cierto, son muchas las cosas que nos inquietan, nos preocupan y, en ocasiones, no nos dejan dormir. Pero, ¿son preocupaciones auténticas, o están motivadas por nuestro egoísmo, fruto de un perfeccionismo voluntarista?
Este discernimiento es fundamental, sobre todo a la hora de tomar decisiones en cuestiones cotidianas. Si mis ambiciones diarias no están traspasadas por esa inquietud a la que aludía el Papa, entonces estamos desviando la atención hacia entretenimientos que, al final, me llevarán a tener un corazón mediocre que se olvidó de amar. Sólo cuando en cada una de nuestras acciones y deseos podemos rectificar la intención, centrándonos en Aquel que nos dio el privilegio de asemejarnos a Él, el entendimiento y la voluntad podrán pensar y actuar con serenidad.
¿Cuál es la idea que Dios tiene acerca de mí? Esa medida sólo la encontramos en Jesucristo, la idea que, desde la eternidad, descansa en la Trinidad. Su encarnación es la capacidad que se nos da, en todo momento, para volver, una y otra vez, a esa idea de Dios sobre nosotros. San Pablo nos exhorta a identificarnos con los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Todos los santos, a lo largo de la historia, después de haber hecho todo tipo de filigranas (ascéticas, místicas, o ambas a la vez), llegan a la misma conclusión: hemos de aprender a descansar en la infinita misericordia de Dios. Lejos de cualquier tipo de falsa desidia, es lo más activo que podemos hacer, pues se trata de actualizar en todo momento la presencia de Dios en nuestra vida. Así, la inquietud ya no será desorden o impaciencia desesperada, sino tensión espiritual para que Dios sea uno en nosotros, morada de la Trinidad en nuestra alma, a imagen del Hijo en la tierra.

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sábado, 20 de octubre de 2012

El gorrión, la vaca y el zorro


Cuentan que, en una fría mañana de invierno, un gorrión, aterido de frío, buscaba refugio. Se encontró con una vaca y le pidió algún sitio donde encontrar un poco de calor. La vaca le "prestó" una de sus plastas, y ahí quedo calentito el gorrión. Al cabo de un rato, cuando se solidificó el lugar de su refugio, nuestro pájaro quedó aprisionado y pidió ayuda. Un zorro que merodeaba por el lugar acudió a donde se encontraba el gorrión, y éste le pidió encarecidamente que le librará de su opresión. El zorro sacó al pájaro de la plasta, ya seca, y se lo comió. La moraleja que podemos sacar del cuento es triple: piensa que, si alguien te ha metido en un "marrón", puede ser bueno; piensa que, si alguien te saca de un "marrón", puede que no siempre lo haga con buenas intenciones; pero, si te encuentras dentro de un "marrón", procura no decir ni "pío".
La aplicación a nuestra vida es evidente. El sacrificio, por ejemplo, puede suponer, casi siempre, un "marrón". Se trata de un plus de esfuerzo que ha de vencer nuestra desgana o nuestra pereza. Sin embargo, cuando se hace con generosidad, sin mirarse uno a sí mismo, la recompensa es evidente. En esa entrega a los demás, y con nuestra renuncia, realizamos un bien que dará verdaderos frutos que ayuden a otros en su crecimiento personal. Esa entrega, además, nos ayuda a alcanzar la madurez necesaria para vivir con fortaleza cualquier contrariedad. Sin embargo, cuando el sacrificio se hace sólo desde una actitud voluntarista, el corazón se endurece, queda sujeto a todo tipo de susceptibilidades, y los demás pueden volverse un obstáculo para nuestros propósitos egoístas. En cambio, cuando estés pasando ese sacrificio, percibiendo la soledad del cansancio y el agotamiento, no te quejes, interioriza esa entrega si no quieres que te devore la resignación a través de lamentos y excusas. Perderías, entonces, la fuerza de esa generosidad que busca hacer el bien a los demás. La gracia te ayudará a unirte a la entrega de Cristo en la Cruz, la que hizo por ti y por mi, y a hacer el bien desde el silencio de Dios, que es el que juzga la bondad de nuestros actos.

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jueves, 18 de octubre de 2012

“Bienaventurados los pobres de espíritu” (Mt 5,3)

Se trata de la primera bienaventuranza que proclama el Señor a la multitud que le escucha. Si Jesús empieza por ella, será por algo. Hay una pobreza espiritual y una pobreza material. Esta segunda nos habla del necesario desprendimiento de las cosas, del afán por poseer, y de las compensaciones que llenan nuestra vida cuando nos falta lo importante: nuestra relación con Dios. Todo en la vida es relacional... nuestra familia, nuestros amigos, nuestro trabajo. Pero también lo es ese "pequeño" mundo nuestro donde damos cobijo a toda una retahíla de objetos o afectos, pues necesitamos percibir todo eso como algo nuestro, es decir, exigiendo seguridades a nuestra falta de vida interior. Vivir el desprendimiento material por las cosas o las personas no es mostrar desgana ante ellas, sino poner cada cosa, a cada uno, en el lugar que le corresponde. Esa es la autoridad con la que vivimos nuestro señorío sobre todo lo creado, y que recibimos en herencia, por parte de Dios, para llevar a término su obra creadora.
Por otra parte, la pobreza espiritual es la que nos predispone para las siguientes bienaventuranzas. Es la convicción de nuestra pobreza interior. Es la actitud necesaria para comenzar nuestra auténtica vida en Dios. Es ese vacío inmenso que experimentamos en nuestro corazón, porque sólo existe la necesidad de ser llenados por el Espíritu Santo. Y así, cuando la gracia de Dios es percibida en el alma como único bien poseído, entonces todo lo demás es relativo. No es que haya de ser eliminado, sino que todo lo que tengamos ha de estar transfigurado como don de Dios, al servicio de Él y de los demás. Todo, entonces, entrará en relación con ese bien último que es la gloria de Dios. Purificar la intención desde la pobreza de espíritu es, en definitiva, tomar como modelo a la Virgen, nuestra Madre, que se hizo esclava de Dios y, de esta manera, coronar con su humillación la hermosura de la creación. La pobreza de espíritu no es debilidad ni apocamiento, sino la grandeza de todo ser humano que se sabe hijo de Dios, y, por tanto, querido hasta la locura divina.

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domingo, 14 de octubre de 2012

Tú, que permaneciste intrépida junto al altar de la Cruz, ruega por nosotros


La valentía no es cuestión de voluntarismo. Demostrar lo que uno es capaz de llevar a cabo, sólo a fuerza de puños, no es argumento para que otros confíen en nosotros. Cuanto más creemos que nuestro arrojo y coraje son fruto del ejercicio de nuestra voluntad, más nos equivocamos y equivocamos a otros. En cambio, hay una valentía que está más allá de nuestros límites, humanamente inexplicable, porque la recibimos de Dios. Toda la vida de María fue una entrega confiada a la voluntad de Dios, no a la suya propia. Ahí está la paradoja: que, con su abandono a la gracia divina, María vivió como nadie esa libertad propia de los que viven en la intimidad de los hijos de Dios.
La Virgen estuvo junto a la Cruz de su Hijo. No de manera hierática, o como un convidado de piedra. Su sufrimiento y su dolor no eran óbice para permanecer con una fidelidad inimaginable ante la muerte de su Hijo. La valentía de la Virgen, fruto de la gracia de Dios que inundaba su alma, hizo que su amor se anticipara a cualquier condicionamiento humano. Ella estaba allí, y el Espíritu Santo, como a Aquel que permanecía en el ara del suplicio, llenaba su alma de una fortaleza que sólo provenía de Dios.
Cuántas veces nos cuesta dar testimonio de nuestra fe, porque nos acomplejamos por la opinión de la mayoría, por el qué dirán, por los respetos humanos. Pero, más allá de esas circunstancias que tanto nos condicionan al actuar, poseemos el don de la fuerza del Espíritu Santo, que nos da la valentía sobrenatural necesaria para testimoniar a Dios allí donde estemos. Fiarnos de Él es actuar con la certeza de que el Señor ha depositado en nuestros corazones una valentía que no es fruto de nuestros esfuerzos, sino del amor que nos tiene.

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viernes, 12 de octubre de 2012

El leño verde y el leño seco


Hagas lo que hagas, los demás siempre podrán encontrar en tu actuar motivos para la crítica, la murmuración, la envidia o la queja. Ellos sólo juzgan desde la apariencia de las cosas y, muchas veces, con criterios demasiado humanos y mundanos; tú sopesas y valoras las cosas sólo desde tu punto de vista y de acuerdo con tus intenciones, por lo que tus actos, tu forma de hacer y de actuar, pocas veces coincidirá con la medida corta y estrecha que usan los demás. Lo importante, sin embargo, no es que ellos aplaudan y entiendan tu criterio, tus intenciones, tus actos, sino que todo eso concuerde con el criterio del Evangelio, con la voluntad de Dios, con la obediencia y el sentir de la Iglesia. Y, aunque debamos cultivar la prudencia humana, no hemos de vivir cara a los demás, pendientes de la opinión ajena o del modo como ellos interpreten nuestros actos. El bien que hagas siempre corre el riesgo de ser malinterpretado y puede que hasta se convierta en motivo de persecución de otros, que buscan hacer el mismo bien que buscas hacer tú.
Piensa que aquellos judíos que estaban crucificando al Señor se movían, quizá, por el celo de la Ley y la pureza de la fe, pues no podían concebir que un simple conciudadano se proclamara blasfemamente Hijo de Dios, enseñara con la autoridad de un Maestro e hiciera aquellos signos portentosos. Y, sin embargo, sin ellos saberlo, cumplían así los misteriosos planes de Dios, que quería obrar en aquella Cruz la redención del hombre. Pues, si aquello hicieron con el leño verde, ¿con el seco qué harán? (cf. Lc 23,31). No te extrañe, por tanto, que tengas que trabajar en la viña del Señor entre las incomprensiones, críticas y murmuraciones de los demás jornaleros. Y no te extrañe tampoco que las fatigas de tus trabajos apostólicos se vean redobladas y aumentadas por ese lastre inútil de las murmuraciones, los egoísmos personales o los intereses ajenos al Evangelio. Tú, cuida el verdor y la belleza de tu leño, sin que te hieran las trabas y astillas de esos leños secos que, considerándose buenos cristianos, se buscan más a sí mismos y su propia gloria que la gloria de Dios. Que no te aprisionen los grilletes y las cadenas del opinar ajeno, si quieres vivir cara a Dios. Él te promete su gloria, no la gloria y la fama de los hombres.

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lunes, 8 de octubre de 2012

La mano izquierda y la mano derecha (Mt 6,3)


Cuánto nos cuesta que no valoren y reconozcan nuestra generosidad. Nos acostumbramos fácilmente a medir nuestra entrega con el metro de la cortesía y la corrección social, más que con la medida del Evangelio. Somos quizá generosos con nuestro tiempo, cualidades o bienes, y decimos que todo eso lo hacemos sin esperar nada a cambio; pero cuando, efectivamente, no hay nada a cambio, vamos acumulando pequeños rencores que entibian nuestra entrega y van empequeñeciendo nuestro corazón. En el fondo, nos gusta dar con la mano derecha mientras hacemos todo lo posible para que nuestra mano izquierda sepa quién ha dado, lo que hemos dado y qué ejemplar ha sido nuestra acción. Cuando damos para quedar bien, para que no digan, por si luego necesito pedir favores, por mera apariencia de Evangelio, estamos disfrazando nuestra fe con esa careta de la hipocresía que, tarde o temprano, decepciona a los demás y los aparta del Evangelio.
El Señor no hizo depender su predicación, sus curaciones, su entrega al Padre en la Cruz, del reconocimiento humano, de la buena opinión de los hombres o de la recompensa que podía esperar a cambio. Cuántas intenciones egoístas y vanidosas, disfrazadas de apariencia de bien, se ocultan agazapadas en tantos actos que realizamos en nombre de Dios y de la virtud cristiana. Cuánto afán de crecer a los ojos de los demás, cuánta ambición de poder y de reconocimiento, cuánto egocentrismo sutil y engañoso, escondemos en la mano izquierda, mientras con la derecha mostramos abiertamente nuestra dádiva más generosa. Contempla a Cristo en la Cruz y dejarás de buscar compensaciones y reconocimientos humanos que agostan tu alma y la van encerrando en la caracola de tu soberbia. Basta que Dios conozca tus manos, si tú quieres conocer también las suyas.

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sábado, 6 de octubre de 2012

La tentación del número

El Evangelio detalla que, cuando el Señor preguntó el nombre a aquellos demonios que poseían al endemoniado de Gerasa, ellos contestaron que su nombre era “Legión, porque eran muchos” (Mc 5,9). La lógica de Satanás se alía fácilmente con el espejismo sutil de lo cuantioso y numeroso, haciendo creer que el fracaso de lo cristiano está en proporción a la cantidad de cizaña que intenga ahogar al trigo, o que el poder de Dios depende de la poca o mucha cantidad de trigo que crece en nuestros campos. Cuanto más hostil al Evangelio es el ambiente que nos rodea, con más fuerza nos acecha la tentación del número. Nos deslumbran las cifras hasta hacer de ellas el termómetro con el que medir la fecundidad de nuestras empresas apostólicas. Nos puede el complejo de ser una minoría y fácilmente caemos en el engaño momentáneo y pasajero de sustituir la calidad de la fe por la cantidad de creyentes. Y, sin embargo, son las minorías las que logran mover los más pesados engranajes del mundo, oxidados por tanta herrumbre del pecado. ¿Te imaginas al Señor contando cuántos le habían seguido aquel día, gozándose en las multitudes que acudían a ver sus milagros o preocupado de que sus apóstoles eran sólo doce?
El trigo y la cizaña han de crecer juntos. No te desanimes cuando tengas que vivir tu fe entre la broza y la maleza de la incomprensión y la crítica. Tampoco cifres su alegría en el éxito aparente de tus abundantes frutos, ni midas tu eficacia apostólica por esas pequeñas multitudes que se agolpan alrededor de tu entrega a Dios. La soledad con que a veces habrás de vivir tu fe, aun entre los que dicen trabajar contigo en la misma viña del Señor, es esa buena tierra en la que crecerá tu vida interior y madurará tu seguimiento de Cristo. Acostúmbrate a vivir tu fe en condición de minoría, al modo de la levadura. Para que Dios sea en ti tu infinito, has de ser tú para él su número cero.

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jueves, 4 de octubre de 2012

Sé agradecido

Con todo y con todos. También con los que te hacen daño o algún mal, porque si sabes aprovechar eso que tu llamas ofensas ganarás un bien espiritual para tu alma mucho mayor que el daño que quizá te hayan podido hacer. Hay que agradecer lo grande y lo pequeño, lo bueno y lo malo, porque en todo está Dios. Comienza tu jornada agradeciendo al buen Dios todo lo que te viene de El. A lo largo del día no te olvides de renovar ese agradecimiento y reconducirlo todo a El. Por la noche, que el momento final de tu examen de conciencia sea también de profunda gratitud. La gratitud nace bien enraizada en esa humildad que sabe atisbar en todo a Dios. Agradecer es reconocer el bien que hace Dios en otros y en uno mismo; es devolver a Dios esa creación que salió de sus manos. La gratitud es, sobre todo, una actitud ante la vida, las personas y los acontecimientos que va dejando en el alma un poso de alegría y de fe sencilla en la providencia de Dios. Crece en tu conciencia de hijo de Dios y sentirás cada vez con más fuerza la necesidad de agradecer a este buen Padre todos sus desvelos. Acuérdate de aquel leproso, el único de los diez curados que volvió glorificando a Dios a grandes voces y, cayendo a los pies de Cristo, con el rostro en tierra, le dio las gracias (cf. Lc 17,15-16). No seas tu de aquellos que no volvieron y que arrancaron del corazón de Cristo aquella dolorosa queja: "¿No han sido diez los curados? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?" (Lc 17,17). 

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martes, 2 de octubre de 2012

Necesitas la eucaristía

El profeta Elías, cansado de las persecuciones de la reina Jezabel y de huir por los duros caminos del desierto, cayó al pie de una retama derrotado y vencido por el cansancio y el desánimo. Ni siquiera el pan cocido y el jarro de agua que tomó le devolvieron las fuerzas necesarias para continuar entregado con fidelidad a su oficio de profeta. Sólo aquel otro misterioso alimento que le entregó el ángel dio a Elías la fuerza necesaria para seguir recorriendo un camino que era superior a sus fuerzas (cf. 1 R 19,4-8). Nada sustituye a la Eucaristía. La necesitas a diario, si quieres seguir recorriendo el empinado camino de tu santidad sostenido por la fuerza de Dios. Te podrá el cansancio y el desánimo si te empeñas en recorrer el camino con tus solas fuerzas, a base de puños y de voluntad. Haz de la Eucaristía el centro de tu vida espiritual, de tu jornada, de tu trabajo, de tu día a día. No dejes que la rutina, el cansancio, la desgana, la comodidad, tus muchas tareas, te impidan alimentar el alma con aquello que más te hace falta. En ese pan de ángeles se te entrega todo Dios. Que no se te pase un solo día sin que ese Dios eucarístico entre en tu alma y te enamore, te posea, te transfigure y te una a Él.    

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