LA PRESENCIA DE DIOS EN MEDIO DE LA HISTORIA DEL HOMBRE.



A lo largo de la historia, Dios ha hablado a los hombres de muchas maneras, hoy nos ha hablado por medio de Jesucristo. Él se hace hoy presente en medio de su Iglesia, la Iglesia que él ha querido fundar. Cristo, única promesa de felicidad, se hace presente en la realidad de cada día, en cada hombre y en cada acontecimiento.

Por ello, este blog lo que pretende es reconocer a través de los hechos en la Iglesia, la presencia de Dios en medio de su Pueblo.

martes, 28 de febrero de 2012

“¿Creéis que puedo hacer eso?” (Mt 9,28)


Esta pregunta la formula Jesús a unos ciegos que le piden les devuelva la vista. Cristo exige una confirmación a esa petición, como significando que sólo fiándose de Él es posible el milagro. ¡Sólo Él! Sin embargo, nuestra vida está como envuelta en una maraña de lo divino y lo humano. Ni somos espíritus puros, ni sólo nuestro cuerpo material puede dar respuesta a toda inquietud. Tampoco se trata de vivir una especie de esquizofrénica dualidad de vida, sino que nuestro ser ha de quedar traspasado por la única realidad que nos salva: nuestra fe en Cristo. Desde ahí, obtendremos esa unidad necesaria en nuestro caminar diario, para que ninguna fisura quede impregnada por el desaliento o la desconfianza. Dar cabida a esa presencia de Dios en nuestra vida es realizar el prodigio de que, ocurra lo que ocurra, todo entra en los planes de Dios, y podremos pedirle lo que queramos. Así pasa con el niño pequeño, que sabe va obtener aquello que le solicita a su padre. Después, vendrá la conveniencia o no, pues todo dependerá de lo que realmente necesitemos, ya que sólo Él sabe de nuestras auténticas carencias.
Alguno podría pensar que esa manera de decir las cosas es como un “cubrirse las espaldas”. De esta forma, nunca nos equivocaremos, sea bueno o malo lo que Dios nos proporcione. Ahora bien, ¿quién es el que juzga la bondad o maldad de lo que pueda ocurrirnos? ¿quién es el que tiene todos los “datos”? Por muy equilibrados que sean nuestros juicios, ¿hasta dónde alcanza una acción determinada, sin saber que pueda perjudicar a otros? Evidentemente, Cristo conocía todos esos interrogantes que pueden zozobrarnos. Sin embargo, Él nunca mintió cuando dijo que todo lo que pidiéramos al Padre en su nombre lo obtendríamos, porque siempre haría de mediador. Él nunca nos dejará de lado, pues, en cada oración nuestra, siempre interviene su juicio definitivo. Y nunca olvidemos que, todo aquello que obtengamos de Dios, no será según nuestros méritos, sino conforme a la misericordia de Dios, y ésta, en todo momento, es infinita.
“Hágase en vosotros según vuestra fe”, dirá Jesús a los ciegos. Esa misma aserción la realiza el Señor con cada uno de nosotros. La fe, la tuya y la mía, es la medida de la correspondencia al amor de Dios. Confiar, confiar siempre… y, en ese fiarnos de Dios, no habrá ya nada que pueda perturbar nuestro corazón, pues cualquier cosa que hayamos pedido habrá llegado a su realización plena: “Todo se ha cumplido”.

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

domingo, 26 de febrero de 2012

Las contradicciones de cada jornada


Solemos vivir más allá de cualquier previsión. Organizamos nuestras obligaciones del día a día sin preveer acontecimientos extraordinarios. Y, de hecho, tiene que ser así. No podemos estar con el “cuento de la lechera” permanentemente, calculando en qué momento se va a caer el cántaro haciéndose añicos. Sin embargo, existen otras circunstancias, ajenas a nuestra voluntad, con las que nos encontramos en algún que otro momento, y que pueden ocasionarnos la pérdida de paz, un cambio de estado de ánimo, o un desasosiego inesperado. A estas situaciones las denominamos contradicciones.
En los Evangelios vemos muchos imprevistos en la vida del Señor, y que podrían calificarse, en algún momento, como absurdos. Los ataques de los fariseos, el cansancio, la ineptitud de sus discípulos, las quejas de los que se acercaban a Él… Su condición humana, tan perfecta como la divina, no le eximía de esas situaciones no previstas, perpetradas sobre la marcha. ¿Cómo respondía Jesús? Normalmente con serenidad y comprensión. Digo “normalmente”, porque había momentos, sobre todo en lo que concernía al amor del Padre (el respeto al Templo como casa de Dios), o la hipocresía de tantos que iban con torcidas intenciones, en que su reprensión era directa y sin tapujos, pues aludían a la verdad íntima de las cosas. Sin embargo, nunca encontramos quejas por cuestiones que tenían que ver con su propia persona (un largo camino agotador, cambios de tiempo, hambre o sed, algún golpe accidental, etc.).
Pueden parecer cosas absurdas, pero si hacemos un examen sincero de cómo nos influyen a nosotros esos “disparates” de cada día, descubriremos que nos afectan mucho más de lo que podamos pensar. Una caída en la calle o en casa, una crítica no esperada, un catarro imprevisto, un calor asfixiante… todos esos momentos pueden alterarnos el humor, y tomar decisiones sobre la marcha, de los que podemos arrepentirnos después.
De pequeños, nuestros padres decían que debíamos “ofrecer” esas contradicciones a Dios. Detrás de ello había una buena pedagogía: robustecer el carácter y adquirir madurez humana. Hoy día, no resulta políticamente correcto hablar de disciplina, y más de uno podría llamarnos fundamentalistas e intransigentes. Aunque habría que plantearse el por qué en nuestra sociedad no se educa en las virtudes humanas (otros prefieren hablar de “valores”, porque hablar de “virtud” parece estar pasado de moda), me quedo con lo de “ofrecer”, ya que se trata, en definitiva, de unirme a esos sufrimientos de Cristo con los que ir cubriendo lo que aún falta a su Pasión, tal y como nos recomienda san Pablo.

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

MEDITACIÓN SEMANAL

Vivir la Palabra nos hace libres (Chiara Lubich)

jueves, 23 de febrero de 2012

“No uséis muchas palabras” (Mt, 6,7)


El Padre nos lo ha dicho todo en el Hijo. Palabra callada, que habla más por la belleza de sus silencios que por el atractivo de sus predicaciones. Por eso, el silencio es la oración más adecuada para hablar con Dios. Silencio fecundo y materno, que acoge en sí, como María, esos acentos sonoros que el amor de Dios susurra suavemente, allí, en el centro del alma. Amor que nunca calla, cuando lo saboreas desde el lenguaje silencioso de la contemplación. Pero, tú y yo andamos tan llenos de ruidos que queremos que Dios nos entienda con el lenguaje del mundo y de los hombres. Por eso, Jesús tuvo que enseñar a sus discípulos un nuevo modo de orar: “Cuando recéis no uséis muchas palabras como los paganos, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso”.
Oras más cuando callas que cuando hablas. Oras mejor cuando amas que cuando hablas. Porque, ese Dios al que hablas es el Amor que siempre escucha. Ya sabe Él, mejor que tú, cuánto llevas y ansías en ese corazón, que se pone en su presencia. Mira que tu oración no sea como la de los paganos, llena del ruido del mundo, de ambiciones, de disimulos, de mentiras, de esas cosas tuyas que tanto te inquietan y en las que nunca cabe Dios. Gusta de esos silencios en los que Dios parece callar, porque en ese vacío interior tan oscuro resuena más íntimamente el lenguaje divino del amor. Aprende también a callar, aunque los demás pongan en sus pobres y huecas palabrerías tantas esperanzas mundanas y esperanzas fugaces. Quizá tus silencios nunca sean escuchados por la gente, ni entendidos por los sabios de este mundo. Pero, los escucha tu Padre del cielo, que tanto sabe de silencios ocultos y escondidos.  
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

miércoles, 22 de febrero de 2012

"Fijemonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras" (Hb 10, 24)

MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA CUARESMA 201
2



«Fijémonos los unos en los otros
para estímulo de la caridad y las buenas obras»
(Hb 10, 24)



Queridos hermanos y hermanas

La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.

Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.

1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.

El primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).

La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.

El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein—es el mismo que indica la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.

2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.

Este ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana.

Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).

3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.

Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.

Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).

Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.

Vaticano, 3 de noviembre de 2011



BENEDICTUS PP. XVI

martes, 21 de febrero de 2012

“No echéis las perlas a los cerdos” (Mt 7,6)


No solemos guardar las cosas de valor en cualquier sitio. Tampoco solemos mostrarlas a cualquiera, no sea que, no apreciándolas, acaben también por despreciar a su dueño. Con cuánto mimo y cuidado custodiamos nuestras cosas, esas que para nosotros son más preciadas, aunque para otros no signifiquen nada. Con cuanta dedicación y esmero nos preocupamos de nuestros intereses personales, de nuestros planes, ilusiones o proyectos, por todo aquello que de nosotros mismos se pone en juego. Así debería pasar también con las cosas de Dios. Y, tratándose de Él, deberíamos cuidarnos de no actuar como esos puercos del Evangelio que, incapaces de apreciar el valor y la belleza de las perlas divinas, abusan de ellas hasta destruirlas, o las cambian por esos otros oropeles y baratijas que el mundo busca y valora. Trata a los demás, a Dios, como quieres que ellos, Él, te traten.
Menospreciamos fácilmente las cosas de Dios cuando las sometemos a nuestros juicios y criterios, cuando las utilizamos para nuestros propios intereses. Nos apropiamos de las cosas de Dios, para medir nosotros su valor y poder así mercantilizar nuestra vida espiritual y, quizá, la de los demás. Has de cultivar un esmerado respeto en todo aquello que se refiera a Dios. Respeto a través de la palabra o del trato, aunque no lo entiendas o te parezca absurdo, evitando siempre la crítica, la murmuración o la negatividad en tus juicios. Piensa que las perlas y los dones de Dios se nos dan ordinariamente a través de la apariencia pobre y sin brillo de los defectos ajenos, de tus propias limitaciones, de lo que nadie aprecia y valora, en aquello que no llama la atención de nadie. Así han de ser también las perlas que adornen tu vida cristiana: sin brillo a los ojos humanos, pero llena de esa riqueza espiritual que tanto refleja la belleza de Dios.

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

domingo, 19 de febrero de 2012

martes, 14 de febrero de 2012

LA VERDAD SOBRE LA NULIDAD MATRIMONIAL ECLESIÁSTICA (II)








La nulidad matrimonial.

Como ya hemos indicado en los puntos anteriores, el matrimonio es una alianza establecida entre un hombre y una mujer. Desde el momento en el que se intercambian el consentimiento, forman un consorcio para toda la vida orientada al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole.

Para que el consentimiento sea válido debe ser realizado en la forma canónica establecida por la Iglesia (Ministro cualificado y dos testigos) por dos personas hábiles y capaces de prestar este consentimiento. En el momento en que la persona tenga alguno de los impedimentos que veremos más adelante o alguno de los vicio, esta persona ya no es capaz de prestar un consentimiento verdadero.  
La nulidad en el matrimonio puede nacer por impedimentos, vicios o defectos de forma. Si existen algunos de estos tres elementos el consentimiento dado es inexistente y por tanto nulo.

Siempre se ha escuchado como algo muy común en los medios de comunicación que la Iglesia anula los matrimonios. Si pensáramos así caeríamos en un error que pronto debemos solucionar. La Iglesia no anula matrimonios verdaderos porque no tiene potestad para hacerlo, en todo caso podríamos decir que la Iglesia sí puede disolver el vínculo en el caso de que no estuviese consumado. Estaríamos hablando de los matrimonios ratos y no consumados.

La Iglesia, a través de los tribunales eclesiásticos, declara que el consentimiento dado en el momento de contraer matrimonio no ha sido valido porque en él ha habido un vicio o un impedimento que ha hecho que el consentimiento no llegará a formar el vínculo matrimonial.   

Por otro lado tenemos que recordar lo que nos dice el c. 126 del Código de derecho canónico, nos recuerda que “Es nulo el acto realizado por ignorancia o por error cuando afecta a lo que constituye su substancia o recae sobre una condición sine qua non. El canon 1096 §1 nos indica  aquello que constituye la substancia del sacramento y que es necesario no ignorar para que pueda haber un verdadero consentimiento matrimonial, es necesario que no se ignore al menos que el matrimonio es un consorcio permanente entre un varón y una mujer, ordenado a la procreación de la prole mediante una cierta cooperación sexual.

Por tanto, después de esta breve introducción, veamos cuáles son esos impedimentos y vicios que hacen que no se establezca el vínculo matrimonial.

Los impedimentos pueden ser:

  • Edad (c. 1083): No pueden contraer matrimonio valido aquellos varones que tengan menos de 16 años y la mujer menos de 14 años. La conferencia episcopal establece para la licitud del matrimonio la edad de 18 años. Al ser una norma de derecho eclesiástico y que solo afecta a los bautizados en la Iglesia Católica puede ser dispensada. Menos de 16 y de 14 años no puede ser dispensado, sí se dispensa cuando es menos de 18 años.

  • Impotencia antecedente y perpetua, absoluta o relativa (C. 1084): La impotencia para realizar el acto sexual por parte del hombre como de la mujer debe de estar definida antes de contraer matrimonio y considerada como algo perpetuo, es decir, sin revocación, que no existe ningún medio clínico que solucione el problema. Es necesario para que cese el impedimento que no exista la impotencia, ni relativa ni absoluta. La razón de este impedimento es de derecho natural, por la misma naturaleza del matrimonio, por no conseguir uno de los fines esenciales del mismo: la procreación. La impotencia es distinta de la esterilidad, ésta no hace nulo el matrimonio. La esterilidad se define como la incapacidad para procrear hijos manteniendo la capacidad para realizar el acto sexual de modo humano. Este es un impedimento de derecho natural no dispensable por la autoridad eclesiástica. 

  • Vínculo o ligamen de un matrimonio anterior, aunque no haya sido consumado (c. 1085): Consiste en la prohibición de contraer matrimonio a quienes ya se encuentran unidos por vínculo conyugal valido, consumado o no. El impedimento afecta a todos los hombres, es de derecho divino-natural, sean bautizados o no. El divorcio y el matrimonio civil posterior no disuelven el matrimonio canónico. Para un segundo matrimonio debe constar legítimamente la nulidad o disolución a través de sentencia judicial. Si es fallecimiento por partida de defunción o partida de defunción civil. No admite dispensa pero cesa al fallecer uno de los cónyuges o por disolución pontificia del matrimonio rato y no consumado, por nulidad eclesiástica y por privilegio a favor de la fe. El matrimonio civil para los bautizados es considerado inexistente, antes de contraer debería recibir la sentencia de divorcio para evitar la poligamia en el ámbito civil.  

  • Disparidad de cultos (c. 1086): El código relata que el matrimonio entre dos personas, una de las cuales esté bautizada en la Iglesia Católica o acogida en ella y otra no bautizada, es inválido. El motivo es  proteger la fe de la parte católica y de la futura prole. Es cierto que el consorcio conyugal entre dos personas  que profesa una religión diferente puede resultar complicada y puede poner en peligro la fe de la parte católica y la propia prole.  Este es un impedimento de derecho eclesiástico por lo cual puede ser dispensado por la autoridad competente pero hay que recordar a estas parejas que acuden para casarse que aunque reciban la dispensa del ordinario este matrimonio no es sacramento. Para que se dé este impedimento se deben de cumplir lo siguiente:
    • Una de las partes debe pertenecer a la Iglesia católica, bien por el bautismo o bien por la conversión.
    • Que la otra parte no esté bautizada o que el bautismo recibido sea inválido.
§  Matrimonio mixto (c. 1124): Es el matrimonio en el que una parte es católica, por bautismo en la Iglesia católica o por admisión en la misma, y la otra parte es bautizada, pero no católica. El canon dice que no puede ser celebrado si no es con licencia del ordinario. Esta licencia se debe de dar con causa justa y razonable y para ello deben de cumplir las siguientes condiciones:
o   La protección de la fe de la parte católica: la declaración de que está dispuesta a evitar cualquier peligro de apartarse de la fe y de que está dispuesta a educar en la fe católica a la prole.
o   Información a la parte no católica: se le informa sobre las promesas de la parte católica, y se le pide que declare que es consciente de estas promesas.
o   Que ambas partes sean instruidas sobre los fines y las propiedades del matrimonio.
  • Quien ha recibido el Orden sagrado (c. 1087). Es evidente que quien ha recibido el Orden Sagrado es inhábil para contraer matrimonio. Es un impedimento que afecta a la validez. En la tradición de la Iglesia han contraído matrimonio personas que luego recibirán el orden sagrado pero nunca han contraído matrimonio personas que ya han recibido el sacramento del orden. Esto es por la promesa del celibato que el sacerdote asume cuando recibe el sacramento.  Para que se dé este impedimento es necesario que la ordenación sea válida y tenga uno de los tres órdenes existentes: Obispos, sacerdotes y diáconos. Para que un sacerdote pueda recibir el sacramento del matrimonio es necesario que la Santa sede dispense al sacerdote de las obligaciones sacerdotales y de la promesa del celibato asumida el día de la ordenación. El sacramento del orden imprime carácter, por tanto, aunque uno reciba la dispensa de la Santa Sede, sigue siendo sacerdote.    

  • Voto público y perpetuo de castidad (c. 1088): Es inválido el matrimonio de quienes están vinculados por voto público perpetuo de castidad en un instituto religioso. Para que se lleve a cabo este impedimento se tiene que dar lo siguiente:
    • La profesión religiosa debe haber sido válida.
    • Afecta solo al voto público de castidad, es público cuando este ha sido recibido en nombre de la Iglesia por un superior.
    • Debe de ser emitido en un Instituto Religioso.
    • Perpetuo

lunes, 13 de febrero de 2012

Vivir la prudencia


Es muy importante saber cómo ponemos en orden nuestro juicio y nuestra voluntad a la hora de tomar decisiones. Jesús habla de vivir la astucia, a la manera de los hijos de las tinieblas, sin descuidar la mansedumbre, a ejemplo de las palomas. Puede parecernos un tanto contradictoria semejante actitud, pero, si reflexionamos un poco, lo que el Señor nos está diciendo es que pongamos en práctica todas nuestras facultades en orden al fin último: la voluntad del Padre. Los dones que hemos recibido son para dar gloria a Dios y servir los demás, empezando por aquellos que tenemos a nuestro cuidado. Así, los padres de familia han de vivir con responsabilidad lo que significa llevar adelante su matrimonio y los hijos. El trabajo, la educación, el respeto mutuo... Todo eso, es poner en práctica los medios necesarios para llevar a cabo el proyecto de toda una vida, sabiendo que mediante el esfuerzo diario, el sacrificio personal y la entrega generosa de uno mismo, son los cauces que, incluso apelando a una legítima justicia, han de ejercitarse cara al mundo.
No podemos actuar frente a los demás (en el trabajo, en la política, etc.) con una ingenuidad, en la que pongamos en riesgo a nuestra familia o a al propio honor, de manera simplista o irresponsable. Si algo tenía claro Jesús era poner a cada uno en el sitio que le correspondía. La astucia a la que alude es precisamente eso: no dejarse avasallar por la prepotencia de otros cuando está en riesgo la salvación del alma, sino ponernos en el lugar justo y responsable para llevar a cabo nuestra misión de hijos de Dios, que es la garantía de velar por la propia vocación. Cuando el Señor habla de poner la otra mejilla, en cambio, alude a todo lo que conlleva la justicia por el Reino de los Cielos, es decir, ganar almas a Dios, renunciando a nuestro orgullo y practicando la humildad, que es la que le llevó a Cristo a morir en la Cruz. Por tanto, en el orden humano, sin perder nunca nuestra unidad de vida (que es también ejercitarse en la prudencia), hemos de emplear, en justicia y en verdad, todo lo necesario para realizar el auténtico bien común.
Vivir la virtud de la prudencia es armonizar el entendimiento (aquello que me capacita para distinguir el bien y el mal) con la voluntad (poner por obra el mayor bien posible). Sólo en el día a día, es decir, en esos pequeños detalles (orden, paciencia, generosidad...), en los que procuro tener una verdadera rectitud de intención, seré capaz de actuar con la prudencia de los hijos de Dios.

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

domingo, 12 de febrero de 2012

sábado, 11 de febrero de 2012

Arando y mirando hacia atrás


El Señor lo dijo muy claro en el Evangelio: “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios” (Lc 9,62). Tú y yo podemos ser de los discípulos que, un día, se determinaron a poner su mano en el arado, para trabajar por el Evangelio y roturar los campos de la Iglesia. Pero, sin retirar quizá la mano del arado, somos también de los que no dejan de mirar hacia atrás, añorando lo que hemos dejado, incómodos con renuncias que no terminamos de asumir, o ambicionando que llegue sin esfuerzo el tiempo de los frutos. No retiramos nuestra mano del arado, y con eso creemos que somos ya de los discípulos que siguen al Señor. Pero, muchas veces nuestro arado no se hunde en la tierra, no hace surco, no deja huella, porque medimos demasiado nuestra entrega con esa falsa prudencia humana que tanta mediocridad encierra, la adornamos con multitud de excusas buenas y necesarias, o la diluimos en los eternos buenos propósitos que nunca llegan a concretarse. Quizá tenemos puesta la mano del arado, pero nuestro corazón sigue ocupado en nuestras cosas, planes e intereses personales. No retiramos la mano del arado, pero trabajamos sólo por conseguir ese poco de gloria humana, de reconocimiento ajeno, de buena consideración, que tanto nos distingue y ensalza frente a aquellos que trabajan con nosotros en nuestro mismo campo apostólico.
        
    Tú, cuando pongas tu mano en el arado del Evangelio, cuando trabajes en los surcos de la Iglesia, no busques tu propia gloria sino la de Dios, no ambiciones tu propia fama y poder sino sólo a Dios. Porque muchos discípulos hay que trabajan en la Iglesia y en nombre de Dios, pero no para la Iglesia ni por Dios, sino para sí mismos y buscando sólo su propio interés. Cuida tu arado, no sea que roturando la tierra de tu propia gloria y egoísmo, termines enterrado en el polvo de tu propia miseria y ambición. 

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

viernes, 10 de febrero de 2012

Probablemente Dios no existe, deja de preocuparte y disfruta la vida

Fuente: http://elblogdemrpotato.blogspot.com/


¡Hola, hola, hola!

¡Cuanto tiempo sin escribir algo nuevo por aquí!

Visto lo visto en el título de la entrada alguno se estará pensando que este chico ha dejado de tener fe y que pronto este blo pasará a llamarse "El Blog de Mr PotATEO" (jeje, ¿un chiste muy malo verdad?).

Bueno, vamos a ponernos serios. En realidad el título responde literalmente a una publicidad que en al año 2009 empezó a aparecer en autobuses de distintas ciudades del mundo.

jueves, 9 de febrero de 2012

“Alegraos con los que se alegran. Llorad con los que lloran” (Rm 12,15)


Compartir el sufrimiento con los demás es algo propiamente cristiano. El desinterés egoísta con el que normalmente “vamos a lo nuestro” resulta algo común en la sociedad actual. Estamos acostumbrados a exigir comportamientos de otros, pero nos cuesta mucho darnos con gratuidad a los demás. Descubrir que hay gente que sufre a nuestro alrededor nos puede parecer, en ocasiones, una pérdida de tiempo, pues hemos de restar la dedicación a otros asuntos que consideramos más importantes o urgentes. En definitiva, ir a lo práctico parece ser lo más adecuado y lo más normal, ya que hemos de exprimir las horas y los minutos en beneficio propio.

Jesús, sin embargo, puso en práctica algo que llamó la atención a sus contemporáneos: la compasión. No se trataba de un compadecerse extraño o distante, como el que en ocasiones nos sobreviene al ver la injusticia o la hambruna en personas del tercer mundo, por ejemplo, asomándose unas lagrimillas en los ojos, pues nos toca la fibra sensible. No. La compasión de Cristo, fruto de la misericordia de Dios, se adentraba en el corazón mismo de aquel que sufría, elevándolo a un orden superior al  comportamiento humano. El Señor, con su humanidad, nos ha insertado en una vida sobrenatural para que cualquier duda, problema o agobio tenga una respuesta total. Cristo murió en la Cruz porque Dios se compadecía de nuestros pecados, origen de cualquier sufrimiento, dándonos a entender que sólo Él podía curar semejante enfermedad del alma.

Un hijo de Dios, tú y yo, participa de esa muerte redentora de Jesús. Por eso, ante el sufrimiento de otros, nuestro corazón se adhiere a esas pasiones dolientes con la misma piedad de Cristo, ya que consumamos la acción de Dios: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”. ¡Sí!, serán dichosos aquellos que soportan el agobio en su vida, porque otros, los que hemos sido llamados a ejercer la caridad cristiana, les acompañaremos en su sufrimiento, y ya no estarán solos. Más que realizar una obra de misericordia, se trata de vivir identificados con los mismos sentimientos de Cristo Jesús que, desde la Cruz, intercedió al Padre de Dios para que todos fuéramos perdonados. ¿No es este un motivo de agradecimiento para alegrarnos con los que se alegran, y llorar con los que lloran?

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

martes, 7 de febrero de 2012

“Señor, si se ha dormido, se curará” (Jn 11,12)


Jesús va a realizar uno de sus más grandes milagros. Se trata de la resurrección de Lázaro. Ya el Señor avisa a sus discípulos de que van a ser testigos de la gloria de Dios, porque la enfermedad de su amigo no es de muerte, sino de vida. En el relato, llama la atención que, cuando Jesús dice que Lázaro no está muerto sino dormido, los apóstoles contestan convencidos que, entonces, se curará. Nunca está de más considerar que la importancia del descanso es fundamental para la vida apostólica. Además del cansancio físico, hay que considerar también ese desgaste psicológico, y hasta cansancio espiritual, que acompaña el dedicarse a los demás, y los afanes por cuidar la salud espiritual de tantas almas. Y no es suficiente sólo cuidar la rectitud de intención para vivir en manos de Dios. No podemos ser irresponsables, olvidando nuestra pobre condición humana que, nos guste o no, necesita del descanso y de las horas necesarias para dormir. Cuesta, a veces, saber descansar a tiempo, pero, entonces, el rendimiento se ve recompensado con mayores frutos; o, si éstos no se dan, tendremos la suficiente capacidad para renovar nuestra entrega en medio de las innumerables dificultades.

Hay muchos que se quejan de que no pueden más, que están agotados, que han llegado al límite de sus fuerzas. Pero, curiosamente, a veces son los mismos que te dicen que no tienen tiempo para descansar o dormir, pues les apremia el trabajo. No está mal recordar aquí, aquello de que los cementerios están repletos de cosas urgentes y de gente imprescindible. Al final, lo único importante es recordar, ante la impotencia de nuestra actividad (que no significa no haber puesto los medios necesarios), aquellas palabras de Jesús a san Pablo en momentos de tribulación: "Te basta mi gracia". Pero, por favor, respeta tu descanso como algo sagrado, es decir, proveniente de la misma voluntad divina. ¡Hay muchas almas que esperan de tu entrega alegre, serena y confiada!

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid

jueves, 2 de febrero de 2012

Espíritu Santo, que nos haces buenos con la bondad de Dios

“«Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios” (Mc 10,17-22). El reto de la santidad es algo más que medir la vida con presupuestos humanos. Dios nos habla al corazón, es decir, a ese lugar donde nadie (excepto nosotros mismos) tiene acceso. No podemos valernos de las opiniones de los hombres para saber si actuamos correctamente, ya que quizás buscamos el juicio ajeno hasta encontrarnos con aquél que más convenga a nuestra «falta de juicio». La única vara de medir es la bondad de Dios, que se identifica con su propia esencia: amor, gratuidad, donación, magnanimidad.
¿En qué se entretiene nuestro pobre corazón? Cuántas veces decimos que somos buenos, sólo por justificar nuestras obras incompletas, o nuestro afán por destruir a través del juicio, la críticas, las envidias o rencores. ¿Por qué vamos a exigirnos perfecciones que sabemos, a ciencia cierta, que nadie posee? ¿No son los santos creación de nuestras impotencias? ¿No es cierto que poco podemos cambiar a estas alturas de la vida? Cuando razonamos así, nos vence el ánimo de la mediocridad, y nos domina un estado de latente aburguesamiento, que nos deja anclados en la tibieza y en la pasividad.

La bondad es cosa bien distinta. Nace de la aceptación de nuestro rostro maltrecho y de las cicatrices del alma. Y, en todo ello, proclamar con el Apóstol: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?” (Rm 8,35). Todo, absolutamente todo, carece de importancia y se relativiza, cuando descubrimos que «sólo Dios es bueno».

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid