Ser dueño de uno mismo significa tener la certeza de que no somos propietarios, absolutamente, de nuestro ser, ni somos los que decidimos acerca de nuestro destino (¡que excelente paradoja para los prohombres de nuestra historia contemporánea!). Ser dueño de uno mismo es, por tanto, reconocer que sólo Dios es el único capaz de regir nuestra vida, y tener la seguridad de que esos actos no se conforman con nuestros intereses, sino que cualquier acción que realicemos, por muy pequeña que sea, va a tener una trascendencia universal, pues, llevada a cabo con rectitud de intención, cuenta con la intervención del Espíritu Santo, que es el que nos mueve en último término. Sólo Dios es experto en llevar a cabo una acción que trascienda mi propia historia humana, porque Él es el Señor de la Historia.
El “dominio de sí” emplea un lenguaje que no entiende de apocamientos, sino de expresiones que hablan del abandono en Dios. Sólo ponderando en el corazón el misterio de Cristo, su encarnación, muerte y resurrección, alcanzaremos la fortaleza y el dominio de sí que, posteriormente, habrá de ser vivida en cada acción concreta. Hay que poner en práctica aquello que nos hace más libres, es decir, ejercer nuestra voluntad abandonándonos en la acción escondida del Espíritu Santo.
Cuando se le reveló a la Virgen el gran Misterio de la humanidad, escuchó en palabras del ángel Gabriel: “Porque ninguna cosa es imposible para Dios” (Lucas 1, 37)… ¿No es esta una manera sencilla de relativizar aquello que no podemos subyugar porque, en definitiva, se escapa a nuestra influencia? Aprendamos a abandonarnos en el “dominio de Dios”.
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