Todos estos días, haciendo memoria de lo vivido en estas navidades, me venía a la cabeza los acontecimientos vivido en la parroquia y en el seminario. Han sido unas navidades muy distintas, hemos podido ver muy de cerca la mano del Dios que se hace hombre para salvar al mundo entero. Hemos vivido en muy pocos días el fallecimiento del padre de un catequista, el fallecimiento de la abuela de dos jóvenes de la parroquia y el fallecimiento del padre de un sacerdote muy cercano a mi.
Ante esta situación, uno puede vivirlo desde el punto de vista de la fe o desde un punto de vista mundano. Pero ante esta realidad a la que nos enfrentamos, el Señor nos recuerda “he venido a hacer nuevas todas las cosas”. Estas palabras del Señor no pueden dejar indiferentes a las vidas de las personas. Cristo no nos deja nunca indiferentes, nos muestra verdaderamente que viene, hecho hombre, a hacer nuevas todas nuestras situaciones, vivencias y acontecimientos cotidianos. Cristo viene a dar sentido a la muerte, que visto desde el punto de vista mundano, es un sufrimiento inhumano e insoportable. “Yo hago nueva todas las cosas” Es una promesa que recibimos del Señor en el Evangelio y el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos que verdaderamente cambian la vida.
Hoy vuelve a resonar en nuestro corazón “Que no tiemble vuestro corazón confiad en mi”. Y ¿Dónde está nuestra esperanza sino es en Él? ¿Qué podemos hacer si Él no está presente en nuestras vidas? ¿Quién puede venir a dar sentido pleno a la vida si el Señor no es el centro de la vida? Todas estas preguntas tienen una respuesta expresa: JESUCRISTO.
Jesucristo no viene a quitar el sufrimiento del hombre, sería inhumano, sino que viene a hacer nuevo este sufrimiento. La muerte sin Cristo, sin esperanza, se hace insostenible, se hace insoportable. Cuando llegamos a conocer a Cristo y su plan para cada uno de nosotros recibimos la fuerza y la esperanza para poder llevar la situación.
Todos estamos llamados a ir a esas estancias que el Señor nos tiene reservado, donde ya no habrá sufrimiento ni dolor, ni angustia, donde todo será alegría, gozo, tranquilidad y paz. Esta debe ser nuestra única esperanza que después de cerrar los ojos en esta tierra los abriremos a la tierra nueva, al nuevo cielo, después de esta vida hay Vida, vida verdadera. No una vida como nosotros vivimos hoy. Como dice Benedicto XVI en su Encíclica Spe Salvi “lo que cotidianamente llamamos vida en verdad no lo es. La verdadera vida es una vida distinta marcada por la presencia definitiva de nuestro Señor. Nosotros somos huéspedes y peregrinos en la tierra, añoramos la patria futura. Esta sociedad nuestra, marcada por el pecado, no es nuestro ideal, no es nuestro destino, nosotros pertenecemos, aunque todavía tengamos que vivir en la tierra, a una sociedad nueva que es el cielo hacia el cual nos dirigimos”.
La muerte no es el fin del camino es el inicio de una vida nueva marcada por el amor de Dios. Allí veremos al Señor tal cual es y estaremos toda la eternidad contemplando su rostro radiante. Esta debe ser nuestra alegría, nuestra fuerza, el sentido de la muerte y nuestra esperanza. Esta es nuestra fe, vivir buscando el cielo aquí en la tierra.
Pero para poder gozar de esta tierra nueva, de este cielo nuevo tenemos que vivir aquí en la tierra mereciendo los bienes del cielo. No podemos vivir aquí en la tierra buscando los bienes terrenos, el bien estar, el libertinaje y luego querer vivir en el cielo. ¿Cómo pretendemos acercarnos al Padre? ¿Con qué manos? ¿con una vida de fracaso o con una vida marcada por la presencia de Cristo? Tenemos que vivir en la tierra en unión con Cristo, de esta manera la vida será bella, apasionante, donde todo tendrá un sentido, incluso la muerte. Todos esperamos el momento glorioso, el encuentro definitivo con Cristo, nuestro Salvador y nuestro Señor.
Nuestra Resurrección, dice el Catecismo de la Iglesia Católica, “sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe”. Cristo resucitó con su propio cuerpo:“Mirad mis manos y mis pies; soy Yo mismo” (Lc.24,39); pero El no volvió a una vida terrenal. En El todos resucitarán con su propio cuerpo, el que tienen ahora, pero este cuerpo será “transfigurado en cuerpo de gloria” (Flp.3,21), “en cuerpo espiritual" (1Cor. 15,44)
Pero ¿Quiénes resucitarán? El catecismo de la iglesia nos recuerda en el número 998 que todos los hombres que han muerto. Unos para la condenación y otros para la salvación. Es decir, todos resucitaremos: salvados y condenados. Unos para una resurrección de gloria y de felicidad eternas. Otros para una resurrección de condenación e infelicidad eternas
El misterio de la Asunción de la Santísima Virgen María al Cielo nos recuerda el sentido de nuestra vida en la tierra y lo que nos espera después de la muerte. El hecho de que la Santísima Virgen fuera llevada en cuerpo y alma al Cielo, cuestión que es dogma de fe para el católico, es un verdadero signo de esperanza para todos. La Virgen María nos muestra, con su vida en la tierra y su Asunción al Cielo, el camino que hemos de recorrer todos nosotros total identificación de nuestra voluntad con la Voluntad de Dios en esta vida y luego el paso a la otra Vida, al Cielo que Dios Padre nos tiene preparado desde toda la eternidad. Allí estaremos en cuerpo y alma gloriosos, como está María, porque seremos resucitados, tal como Cristo resucitó y tal como El lo tiene prometido a todo el que cumpla la Voluntad del Padre (cfr. Juan 5,29 y 6,40).
Explicaba el Papa Juan Pablo II en su libro Cruzando el Umbral de la Esperanza, que la condenación es lo opuesto a la salvación, pero que tienen en común que ambas son eternas. El peor mal es la condenación eterna: el rechazo del hombre por parte de Dios, como consecuencia del rechazo de Dios por parte del hombre. Pero el mayor bien es la salvación eterna: la felicidad que proviene de la unión con Dios. Es el gozar de la llamada Visión Beatífica, es decir, el ver a Dios mismo "cara a cara" (1Cor. 13, 12). De esto se trata el Cielo, que es un estado, un sitio indescriptible con nuestros limitados conocimientos humanos, pero sabemos que es mucho más de lo que podemos anhelar o imaginar. Por eso dice San Pablo: "ni el ojo vio, ni el oído escuchó, ni el corazón del humano pudo imaginar lo que Dios ha preparado para aquéllos que le aman" (1Cor. 2, 9).
La Eucaristía es el cielo en la tierra. |
Verdaderamente el Señor hace nuevas todas las cosas ¡Gracias Señor!
Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita. Ruega por nosotros santa Madre de Dios. Para que seamos dignos de las promesas de Cristo.
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