Pocas veces nos narra el Evangelio que Jesús lloró. Aquellas lágrimas del Maestro debieron grabarse profundamente en el ánimo de sus discípulos, acostumbrados como estaban a su porte majestuoso, lleno de serena alegría y de un gozo permanente. Ni siquiera nos dicen los evangelistas que Jesús llorara durante su pasión, o cuando le crucificaron, o cuando vio a su Madre, llena de dolor, al pie de la Cruz. La alegría de Cristo nacía de aquel íntimo gozo que le proporcionaba saberse uno con el Padre. Aun en los momentos en que más pesaba la Cruz, no perdió el Señor aquel gozo íntimo, nada estrepitoso, siempre discreto y permanente, que nacía sólo y siempre de su ardiente deseo de hacer la voluntad del Padre. También en Getsemaní aquel gozo íntimo del Padre sostuvo la lucha del amor.
¡Cuántas risas vacías esconden inútilmente mis tristezas y desánimos! ¡Cuántas máscaras y caretas de alegría hueca y ruidosa con las que pretendo esconder mi mediocridad y mi falta de unión con Dios! Mi falta de alegría, mis tristezas, mis desánimos, mis pesimismos, todo se difumina cuando el corazón contempla enamorado el alma alegre de Cristo en la Cruz. Allí, en el momento de mayor dolor y oscuridad que jamás hombre alguno ha vivido, debió vivir también el Señor el momento de mayor gozo interior y sobrenatural que jamás nadie aquí puede imaginar. Poco sabes de Dios, si poco sabes del gozo de la Cruz. Porque sólo en ella se gusta y saborea al vedadero Dios, si unes tu cruz a la suya. Corazón alegre de Cristo, que sufriéndolo todo, quisiste así hacerte sostén y fuente de mi propia alegría. El mundo no sabe ser feliz, porque no sabe sufrir con Cristo y encontrar en su Corazón adorable el remanso de paz del que nace el verdadero gozo interior.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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