Si el grano de trigo cae en tierra y muere da mucho fruto (cf. Jn 12,24). ¡Cuánta fecundidad, cuánta vida albergó la tierra al acoger en su seno aquel cuerpo desclavado de la Cruz! Corazón sepultado, anonadado hasta el extremo de confundirse con la tierra y llegar al límite de la nada, sólo por enseñarme el amor del ocultamiento. Corazón llorado por Pedro, anhelado y buscado por Magdalena, esperado con fe por María Madre, en las horas del silencio orante de aquel sábado santo. Corazón depositado en el sepulcro, ¡nada sabes de grandezas humanas, Tú que eres la medida misma de toda grandeza! Morir a mí mismo, a mis honras y ambiciones tan humanas, a mis vanaglorias y altanerías, a mis hipocresías y engreimientos, sepultando en tu Corazón todo ese «yo» que se empeña con soberbia en negar que está hecho de tierra y más tierra. Tú, que en cada comunión vuelves una y otra vez a enterrarte en el sepulcro de mi propia tierra, me enseñas así a sepultarme contigo, muriendo siempre un poco más a ese «yo» que busca tenazmente el relumbrón y la apariencia.
Habré de aprender Contigo a enterrarme en lo oculto de esa voluntad de Dios, que se me hace áspera, difícil o absurda. Enterrarme en lo escondido del cumplimiento diario del deber, en la fe de la monotonía y rutina cotidiana, en el anonimato del mundo y de los hombres, para vivir sólo cara a Dios. Sea mi alma para Ti, Señor, ese sepulcro nuevo, en donde repose tu cuerpo y tu vida, en espera de la resurrección. Corazón sepultado de Cristo, que bajaste por mí al abismo de la muerte, me enseñas a vivir sólo para tu gloria, sin más tierra que tu amor y compañía. Tú, que me sepultaste contigo en el Bautismo, me esconderás un día para siempre en el cielo de ese Corazón, que late desde siempre vida eterna.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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