¡Cuántos eternos anhelos, escondidos desde siempre en el corazón trinitario de Dios, se vieron colmados y satisfechos aquella tarde en el cenáculo de Jerusalén! ¡Cuántos deseos ocultos, cuántas aspiraciones profundas depositó el Señor en aquel cuerpo que se entregaba en la Última Cena! Corazón eucarístico de Cristo, tan enamorado de mi pobre y caduca humanidad, que quisiste compartirla hasta el final de los tiempos, haciéndote comida de inmortalidad. Compañero y confidente de amores y soledades, sed ardiente que buscas ese poco de mi vida donde poder crucificarte, te haces mi altar y mi pan para que yo ofrezca contigo al Padre mi Eucaristía de todos los momentos y de todos los días. Carne eucarística traspasada de amores, bella y hermosa por su callado anonadamiento, carne en la que adoro aquel seno virginal y materno de María que te entregó al mundo.
“Te adoro con amor, divinidad oculta, verdaderamente escondido bajo esas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo y se rinde totalmente al contemplarte”. Quisiera hacer de la Eucaristía el centro y motor de mi vida. Quisiera necesitarte más, desearte más, en ese poco de pan y de vino, sin los que no podría dar sentido a cada una de mis jornadas. Cuántos momentos de Eucaristía, de ofrecimiento, de acción de gracias, de súplica y de intercesión, alientas silenciosamente en mi alma, en el ruidoso trajín del día a día. Corazón eucarístico de Cristo, que desde siempre deseaste unirte a mí, en la comunión de cada una de mis Eucaristías. Corazón eucarístico, que lates al unísono con el corazón de tu esposa, la Iglesia Madre, que lleva en su seno el pan de la Eucaristía. Dame hambre y sed de Ti, para que no encuentre ya gusto en las apariencias amargas y desabridas de este mundo.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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