Nos aseguró el Señor en el Evangelio que no quedaría sin recompensa ni uno solo de los vasos de agua fresca que diéramos, en su Nombre, al sediento (cf. Mt 10,42). En realidad, Cristo mismo se nos da como recompensa cada vez que damos algo en su Nombre y, ante semejante paga, no importa tanto lo que das sino cómo lo das y en nombre de quién lo das. Dar en nombre de Cristo no es lo mismo que dar por propia satisfacción, por compromiso, por obligación, o por simple altruismo. Piensa que, en las generosidades de muchos cristianos, no siempre está presente Cristo, porque damos cosas, tiempo, dinero, cualidades, habilidades, pero, en todo eso, no damos a Dios. Tu caridad tiene que tener la forma de Cristo, si no quieres que se reduzca a una mera acción social o humanitaria, en la que el nombre de Dios no llega a resonar en el corazón de esos sedientos que has saciado. Sirve para muy poco un vaso de agua fresca que calma la sed, si no completas tu don con el agua viva de Cristo, capaz de saciar en plenitud el corazón necesitado y sediento de aquellos a los que socorres.
Examina con detalle tu generosidad y detecta cuáles son las carencias de tu caridad. Mira si te contentas con dar alguna que otra vez, si das sólo cuando no te supone esfuerzo, si das sólo obligado por el compromiso o por el qué dirán, si das sólo aquello que te sobra. Tus vasos de agua fresca no pueden limitarse a actos puntuales y simbólicos, con los que pretendes tranquilizar tu conciencia y justificar tu cristianismo de mínimos. Mira, sobre todo, si das a Cristo a los demás, si te das como se dio Cristo, que llegó al extremo del amor sólo por calmar la sed profunda que causa el pecado en el alma de tantos hombres. Has de ser generoso, sí, pero tu generosidad será más preciosa cuánto más vaya cargada de Dios. Que nadie beba tus vasos de agua fresca sin paladear en ellos ese gusto de cielo y de amor de Dios que sacia realmente la sed más profunda del alma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario