En las almas que van adentrándose por caminos de intimidad con Dios, la gran tentación es el desánimo. Cuando nuestra falsa humildad nos hace ver que no estamos a la altura de las circunstancias, que no correspondemos a Dios como se merece, que somos incapaces de la santidad que Dios nos pide, que no servimos para entregarnos a Dios, el desánimo nace y se alimenta de nuestra falta de confianza y abandono en Dios. Si, en cambio, lo que nos desanima son los defectos que no logramos vencer, esas inclinaciones que no dominamos, esas reacciones incontroladas y primarias que desmienten nuestra aparente santidad, el desánimo nace de nuestra sibilina soberbia, que empapa, como el agua, toda nuestra persona. El desaliento es el gran aliado de la tristeza. Juntos son capaces de hundir en la tibieza los mayores propósitos y los más sinceros deseos de entrega a Dios.
En realidad, todo nace de ese yo soberbio y egoísta que nos acompaña, como una sombra, en todo lo que hacemos y somos. Mientras no te determines a luchar contra su imperio y tiranía no lograrás entrar por esa senda selecta y escogida, que lleva a una intimidad con Dios desconocida para muchos. No cedas al dominio imperante de tu propio criterio y opinión, a las exigencias de tu lógica racional y humana, a lo que tu egoísmo y tu mediocridad te presentan como necesario. No quieras ir por otro camino distinto del que Dios te muestra, ni buscar una santidad a tu gusto y medida y no según el modo de Dios. Piensa que, la misma soberbia que hizo caer en el pecado eterno a muchos ángeles, que conocían y veían cara a cara el rostro de Dios, es la que también a ti te inutiliza para amar a Dios sobre todas las cosas. El día que pienses que estás a la altura de las circunstancias de Dios, el día que te sientas capaz de realizar la misión que Dios te encomienda, el día que creas que estás correspondiendo en algo a Dios, el día que te veas que sirves para esto, desgraciadamente habrás dejado de servir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario