Las promesas de los hombres suelen ser pasajeras, vanas y hasta falaces. Nos comprometemos a dar al otro lo que sea, con tal de conseguir de él nuestros intereses, aun sabiendo que no tenemos lo que prometemos. Y, cuando trasladamos a la relación con Dios nuestra manera humana de prometer, lo hacemos por interés, aunque sea pequeño, porque creemos que podemos mercadear con Dios a la manera como lo hacemos con los hombres. Cuántas secretas infidelidades, propósitos incumplidos, arranques de generosidad con el Señor, que se quedaron en palabras huecas y genéricas. Nos acostumbramos a fallar, a la deslealtad, a desmentir con la vida tantas palabras que prometieron grandes cosas al Señor. Nuestro “sí” muchas veces es un «no», o se queda en un «después», un «quizá», un «todavía no», un «espera…».
El Señor sí que es incondicional, porque auna en su palabra la eternidad y la eficacia de su omnipotencia misericordiosa. Capaz de colmar todo aquello que más desea tu corazón, en una medida y modo insospechados, no interrumpe jamás su entrega callada y vigilante hacia el hombre. Conocedor de la pequeñez humana hasta sus más extremos límites, puede y quiere darte en plenitud aun aquello que tú no puedes ni sabes imaginar. Sus promesas, absolutamente veraces, no tienen el límite y la fragilidad de las promesas humanas. Quizá, por eso, porque superan toda medida humana, nos cuesta tanto creerlas. Pero puestos a imaginar, a soñar, a desear lo que es Dios, lo que tiene y quiere para el alma, siempre será nada. ¿Por qué, entonces, vivir con esa bajeza de miras, que corta el corazón de Dios con el patrón de la tacañería humana? Vive tu fe en Dios con el corazón confiado de quien sabe que su Padre ni falla, ni falta a sus promesas, ni se deja ganar en generosidad.
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