LA PRESENCIA DE DIOS EN MEDIO DE LA HISTORIA DEL HOMBRE.



A lo largo de la historia, Dios ha hablado a los hombres de muchas maneras, hoy nos ha hablado por medio de Jesucristo. Él se hace hoy presente en medio de su Iglesia, la Iglesia que él ha querido fundar. Cristo, única promesa de felicidad, se hace presente en la realidad de cada día, en cada hombre y en cada acontecimiento.

Por ello, este blog lo que pretende es reconocer a través de los hechos en la Iglesia, la presencia de Dios en medio de su Pueblo.

sábado, 21 de mayo de 2011

"Se han llevado a mi Señor" (Jn 20,13)



Nada impide leer en clave eucarística la experiencia de María Magdalena a la puerta del sepulcro, en la mañana de resurrección. Tanto los ángeles como el propio Jesús, a su vista, exclaman: “¡Mujer!...”. Una exclamación que recuerda aquel primer asombro de Adán cuando, a la vista de la mujer Eva, exclamó: “¡Carne de mi carne, hueso de mis huesos!”. Pero, María ni siquiera se percató de aquel saludo. Estaba cegada por el emotivismo propio de un amor que era todavía demasiado humano para poder entender y contemplar con serenidad la ausencia del Maestro. Su deseo de Cristo era tan grande, tan humano, tan apasionado, que le impedía verle allí mismo, ante sus ojos.

Impresiona contemplar a esta gran mujer, profundamente eucarística, estremecida toda ella por el profundo deseo de abrazar y tener entre sus brazos el cuerpo muerto de Cristo. Buscaba algo que el amor había hecho íntimamente suyo mientras aquella ausencia se hundía dolorosamente en el alma. Una situación interior que puede comprenderse en profundidad sólo desde la rica filigrana de sensibilidad, afectividad y capacidad de acogida con que Dios adornó el corazón de la mujer. Pero, María Magdalena se aferraba tanto a la presencia –o más bien ausencia– del cuerpo que no vio allí a los ángeles ni percibió la presencia divina del Señor resucitado. ¡Cuánto tiempo hubiera estado esta mujer allí, llorando junto al sepulcro, si Cristo no se hubiera hecho presente! Y, sin embargo, en aquella mujer ve Cristo la respuesta de un amor tan entregado que el Señor se le hace presente para colmar aquel profundo deseo con la dulzura de su presencia. Y la acoge así como es, con esa feminidad desbordada por el corazón y el afecto, que convertía el deseo de Cristo en la entrega del permanecer allí, esperando, junto al sepulcro. Y, al final, el Resucitado se deja abrazar, haciéndose así su amor divino tan humano como el de María, amoldándose a su modo de ser y de amar. Y en ese amor, María queda confirmada en la fe y en la misión: “Anda, ve a mis hermanos y díles…”. 





Mater Dei

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