Dios y el pecado se repelen como los imanes de distinto signo. El pecado es la negación de Dios y, por tanto, Dios no puede amar, ni siquiera soportar, la negación de sí mismo. Si soporta el pecado, nuestro pecado, es porque lo ve en su Hijo. Ve al Hijo clavado en la Cruz y, en Él, ve también todo nuestro pecado. Por eso, su amor no nos rechaza sino que, más bien al contrario, nos hace amables. Hace falta mucha fe, y mucho amor de Dios, para contemplar todo ese pecado nuestro clavado con Cristo en la Cruz y no salir huyendo, horrorizados de lo que hubiéramos sido si Cristo nunca hubiera estado allí. María permaneció junto a nuestro pecado, cuando permaneció con su Hijo al pie de la Cruz. Y sigue permaneciendo en tu vida, a pesar de que tantas veces perdamos en nosotros ese rostro de hijos, del Hijo, que nos hace amables ante Dios. También Ella nos veía en la Cruz cuando contemplaba allí a su Hijo sufriente. Y también nos abrazó entre sus brazos cuando abrazó junto a su regazo el cuerpo muerto de su Hijo. Acepta tus miserias, tu pecado, tus limitaciones, pero no pactes con ellas. Sé sincero para reconocer en tí todo eso que te aparta de Dios o te obstaculiza en tu camino de santidad. No pactes con tu propia soberbia, ni dejes que el desánimo y el desaliento alimenten tu mediocridad de vida. En tus propios pecados y miserias aprenderás a acoger y curar el pecado y las miserias de los demás, pues no hay mejor medicina espiritual que el conocimiento de uno mismo y de la propia condición humana y pecadora. Déjate abrazar por la misericordia de esta Madre sufriente, sabedora de tantos dolores, que supo abrazar en su Hijo el pecado de toda la humanidad.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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