“Nadie tiene mayor amor…” (Jn 15,13). Porque amaba, el Hijo se entregó hasta derramar la última gota de su humanidad. Y el Padre, que conocía semejante donación, se complació en el amor que le fue devuelto. Cuando se trata de amar, los empeños por corresponder al amado parecen pocos, porque el amor lleva a superarse, día tras día, en detalles y muestras de cariño. Y, en ese darse cotidiano, descubrimos que la caridad que empezó un día por interrogarnos, se va transformando en un “querer queriendo”, y en un abandono, sin voluntarismos ciegos, ya para siempre, y sin obstáculos. Todo es gracia, don de Dios, fruto del Espíritu Santo, para aquel que persevera en el amor.
La Caridad es el fruto del Espíritu Santo que nos da la posesión de Dios. Es lo que más se parece al Espíritu, pues Él es el amor personal del Padre y del Hijo. Por eso, nos vamos asemejando a Dios en la medida en que vivimos la caridad, que nos infunde el Espíritu Santo. La caridad de Dios nos acerca a Él, en cuanto fuente de nuestra verdadera y duradera felicidad, ya aquí en este mundo. Es, además, fuente de paz, porque el alma que ama como Dios ama no es vencida por las turbaciones, temores, inquietudes y mil preocupaciones que encuentra a su paso por este mundo.
Examina cómo es tu caridad y sabrás cómo es la vida del Espíritu Santo en ti. Mira si actúas según la ley del miedo y del temor, o de la ley del amor. La clave de tu santidad está en tu vida de caridad, que no consigues a base de puños y buenos propósitos nunca cumplidos. Pídele al Espíritu su plenitud, para que su caridad, el amor de Dios, inspire, sostenga y acompañe todas tus acciones. Verás, entonces, que llegarás al amor extremo que se nos reveló en la entrega de la Cruz.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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