El auténtico Temor de Dios nos sobrecoge interiormente ante la posibilidad de que la gracia del Espíritu Santo que llevamos en nuestras manos pueda caer al suelo de nuestra apatía o desidia, y romperse. Es entonces, cuando el Temor de Dios se inflama de caridad, de amor a Dios y a los hombres. Por eso, San Pablo dirá: “Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo” (Ef 5,21). Sólo el Espíritu Santo, a través de la gracia, nos capacita para transformar en caridad lo que el mundo entiende como sumisión y esclavitud, y nos permite transfigurar lo que otros presentan como horrible o perverso, en bueno y gratificante.
El don de Temor de Dios nos ayuda a comportarnos con respeto y veneración delante de esa majestad de Dios, que nos circunda por todas partes. Nos hace abrazar su voluntad, al mismo tiempo que buscamos rehusar todo aquello que puede apartarnos de Él. El temor a perder a Dios nos hace huir del mal y, al mismo tiempo, suscita en nosotros el gusto por las cosas de Dios. Es un temor amoroso, puro, libre de todo egoísmo e interés personal, que lleva a una caridad cada vez más plena y a vivir en una vigilancia cuidadosa, pero no escrupulosa, sobre nuestras faltas, pecados e inclinaciones desordenadas. Lo contrario, el espíritu de orgullo y de autosuficiencia, nos lleva a no aceptar ninguna medida que no nazca de mi propio yo, a consentir en el pecado sin escrúpulos de conciencia, a no dar importancia a las faltas pequeñas, a descuidarnos con desidia en todo lo que se refiere a la vida espiritual. Es la puerta para entrar por caminos de tibieza y de medianías espirituales, que ahogan en nosotros nuestra vocación de eternidad. Teme con amor a Dios, sin buscar tu propia excelencia, no sea que tu fe se convierta para ti en camino de perdición.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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