“Yo la amé y la pretendí desde mi juventud; me esforcé por hacerla esposa mía y llegué a ser un apasionado de su belleza” (Sb 8,2). La belleza es una de las maneras más perfectas de manifestarse la divinidad en el mundo. Por eso, exige un respeto profundo. La moral ha de ser la fiel defensora de este hermoso arte divino, que es la belleza de la persona, como necesario bien para el alma. Nuestra «carnalidad» -no hay que olvidarlo- es don de Dios. Si perdemos de vista que somos templo del Espíritu, intentaremos poner a prueba el alma en lo que hay de sensible en el amor. Perdemos, entonces, el sentido de lo trascendente (lo invisible y eterno que hay en el amor), y hacemos del cuerpo la única necesidad para alcanzar, inútilmente, la belleza. La perversión de lo bello, que es la fealdad, se identifica, por tanto, con la ausencia del verdadero bien en el hombre, es decir, con el pecado y la muerte.
La castidad es la admiración por el «tú», la consideración de la persona amada como un infinito, que ha de ser depositado en el alma con esmero y gratitud. Ese «tú» puede ser una craitura, pero es también Dios. Porque la promesa de un amor eterno, la de dos enamorados, no puede quebrarse en el instinto de la necesidad, es preciso preservarla del tiempo y el espacio para que nunca muera. Y es el misterio de la belleza, que encierra en sí la castidad, lo que hace que esa promesa de amor nunca muera, porque es Dios mismo quien se compromete en esa alianza indestructible.
Y sin ser el principal de los frutos del Espíritu Santo, ni la mayor de las virtudes, la castidad se apoya en la contemplación de lo más grande que hay en el ser humano: ese altar del cuerpo mortal, que lleva impreso el rostro de Dios en el rostro humano de la carne.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
No hay comentarios:
Publicar un comentario