Hablar de longanimidad es hablar de serenidad, temple, valor, ecuanimidad, constancia y entereza en la espera del bien. Todas estas virtudes, muy distintas de la escala de valores que el mundo pregona hoy día, han de llenarnos de razones humanas y sobrenaturales, para no apartarnos de la única verdad de nuestra vida: Jesucristo. La longanimidad nos ayuda a perseverar en nuestros propósitos, en la lucha contra nuestros defectos, en la aceptación del mal que nos aflige, en la fidelidad pequeña o grande de cada día. Nos alivia esa pena que proviene, precisamente, del deseo de un bien que se espera y que tarda en alcanzarse. Es paciencia extraordinaria y requiere mucho dominio de sí. “El Espíritu es incoercible, bienhechor, amigo del hombre, firme, seguro, sereno, que todo lo puede, todo lo observa” (Sb 7, 23). La serenidad nos sitúa correctamente en la acción adecuada. Sin apresuramientos ni improvisaciones, el ejercicio de cualquier actividad ha de estar ordenada hacia el fin debido. Es posible, entonces, calibrar el alcance de nuestros actos que, por muy insignificantes que parezcan, tienen un valor que trasciende lo meramente accidental.
“Confortados con toda fortaleza por el poder de su gloria, para toda constancia en el sufrimiento y paciencia; dando con alegría gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz” (Col 1,11-12). Cuando algo nos desanima, la acción del Espíritu Santo nos recuerda que hemos de tener constancia y tenacidad en la labor iniciada. La oración asidua, la frecuencia de los sacramentos, todos los medios humanos y espirituales a nuestro alcance, nos hacen crecer en perseverancia. Se adquiere, entonces, la firmeza de no caer en la tentación de creer que hemos perdido el rumbo, porque nos guía el Espíritu.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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