La gracia produce gozo; es la alegría y la paz del alma, en la que inhabitan el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es la morada desde donde la contemplación se torna continua visión de Dios, haciendo presa de la criatura. El gozo que produce ser de Dios es fruto del amor, es decir, del ánimo que inspira el Espíritu Santo, en aquel que tiene a Dios como norte de su existencia. Muchas composiciones poéticas nos hablan de los gozos de Nuestra Señora, dándonos a entender que no es incompatible el sufrimiento humano con el gozo de saberse querido por Dios.
Este fruto del Espíritu Santo es algo más que un mero afecto humano. Nace de la posesión de Dios, y consiste en el contento y serena alegría que da, precisamente, ese bien poseído. Por tanto, no es propio de quien posee este gozo sobrenatural dejarse vencer por los condicionamientos del mundo; todo lo contrario, es el mundo el que quedará impregnado, cristificado, por la acción instrumental de la criatura, cuando vive en gracia y llena de Espíritu Santo. Quienes viven este gozo se ven animados, revitalizados, por la acción de una lumbre que arde sin destruir, de un fuego que arrastra a otras almas a vivir, en sereno sosiego, un deleite y bienaventuranza que no puede dar el mundo. Si el gozo nace de contemplar el bien de Dios, no cabe en el corazón del cristiano la melancolía o la tristeza, que ahogan todo entusiasmo en la entrega. No puedes contagiar tu fe a otros, si la acompañas de agobio, de pena, pesadumbre, desánimo o desconsuelo. Nada de todo eso habla de Dios, sino de ti mismo, que giras como una peonza alrededor de tus estados de ánimo. El Espíritu Santo, que es el gozo del Padre y del Hijo, no abandona nunca al alma enamorada de Dios. ¿nos imaginamos un gozo mayor?
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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