“Dios es fiel en todas sus palabras, en todas sus obras” (Sal 145). La tónica general de la historia de Dios con el hombre es su fidelidad. Nada, ni siquiera el pecado, impide a Dios llevar adelante su plan de salvación, aunque el hombre caiga, una y otra vez, en la duda, en la traición, en la desidia o en la negación. La fidelidad a Dios es un deber que ha de nacer de un profundo y delicado amor. No es cuestión de voluntarismo, ni siquiera de méritos. Es el juego del amor, que no mide la grandeza o pequeñez de los actos, ni siquiera de los deseos, sino que sólo se preocupa de amar y más amar.
“En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu” (1 Jn 4,13). La fidelidad, gracias a la acción del Espíritu Santo, nos habla de permanencia. Permanecer en el amor no es, sin más, soportar con resignación, sino enamorarse de la fidelidad de Dios y corresponder con nuestra entrega concreta y constante. La fidelidad es fundamento de nuestra existencia cristiana, y garante de una conciencia que sabe actuar en cada momento, considerando qué es lo más adecuado para vivir coherentemente con lo que se ha recibido. Permanecer, en este sentido, es perpetuarse más allá de la materialidad cansina y rutinaria de las cosas. La fidelidad hace que el amor admire lo pequeño y hermoso que somos y tenemos, aunque otros no sepan reconocerlo, porque no pone el ejercicio de amar en las cosas sino en Dios mismo, y por Él mismo.
Pedimos al Espíritu Santo que la historia que nos toca vivir, la del día a día, no sea un tiempo más del calendario, sino un gran talento, la oportunidad de volcarnos, definitivamente, en manos del Dios fiel, capaz de amarnos sin que lo merezcamos.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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