El ejercicio de nuestra libertad nos lleva a considerar las cosas que son importantes para nuestra vida. Y, en ese considerar lo esencial, hemos de ir tomando decisiones. Elegimos lo que más nos conviene, lo que nos hace madurar y lo que puede ayudar a otros a su crecimiento personal. Sin embargo, esas decisiones, que han de darse cotidianamente, están subordinadas a una elección mayor: mi entrega con la que estoy dispuesto a apostar mi vida hasta las últimas consecuencias.
Cuando sólo nos quedamos en elegir lo caduco y lo accidental, sin darle un horizonte trascendente, ocurre que el corazón se agosta y se cansa, pues tener la voluntad fija en cosas limitadas, por muy importantes que parezcan a los ojos de los hombres, no da una felicidad plena. Por tanto, incluso en las cosas que aparentemente pueden ser insignificantes, hemos de darles su proyección de altura, han de estar asumidas en ese otro orden en donde también ponemos a Dios como testigo. No es que lo pequeño carezca de importancia, sino que elegimos "eso" (lo que en lo cotidiano podría suponer monotonía), porque es donde más libre soy, es decir, donde dejo sitio a Dios y procuro que se manifieste su gloria... ¡Sí!, ¿no recordamos que fue precisamente en ese anonadamiento de su Encarnación, Dios hecho hombre, donde descubrimos la mayor grandeza de la divinidad?
A la hora de elegir, por tanto, no se trata de buscar mi gloria o mi comodidad personal, pues lo que recibiré a cambio será la soledad de mi vanidad o de mi egoísmo, que es el mayor fracaso de la libertad. En cada elección personal he de discernir que cualquier acción que realice ha de conformarse con esa voluntad divina en mi vida, que es la única capaz de hacerme libre, pues se identificará plenamente con la infinita libertad de Dios. ¿Puedo acaso elegir algo mejor y mayor?
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