Hay cosas en la vida en las que nos empeñamos con ganas y esfuerzo. Buscamos motivaciones que nos hagan renovar ese empeño inicial, y vamos sorteando todo tipo dificultades hasta lograr el éxito de ese proyecto. Podemos hablar de sacar adelante una familia, un trabajo, una estatus social, etc. Sin embargo, hay momentos en los que uno se pregunta, al atisbar que casi todo se vuelve en contra, si no nos habremos equivocado cuando comenzamos a plantearnos semejante batalla. Alguien, por ejemplo, después de años de matrimonio, puede considerar que no era esa la persona con la que había imaginado llevar a cabo los años de su vida. Que el tener hijos, educarlos, sacrificarse por ellos, gastar el tiempo y el dinero de esa manera, no estaba en sus planes. Que las manías, o maneras de ser, que va descubriendo en su pareja entorpecen su autonomía y su libertad... En definitiva, y siendo muy humano, nos planteamos todas esas cuestiones en términos de beneficio personal y de utilidad a corto plazo. Son situaciones que nos las encontramos todos los días, y que van produciendo un cierto consenso social, pues se nos pregona constantemente la necesidad de "buscarse uno a sí mismo". Y, en esa búsqueda, lo único que parece tener sentido es la sola satisfacción personal, aislada del sacrificio, la renuncia o el sufrimiento que, siempre, beneficiarían a otros, y nos haría mucho más humanos y con sensibilidad divina.
Da la impresión de que hemos perdido la noción de algo que es esencial a la persona. Detrás de cada uno de nosotros siempre hay una historia de amor, y que dio comienzo cuando tomamos conciencia del verdadero sentido de nuestra vida, pero que hemos de ir alimentado constantemente, día a día, momento a momento. Una historia de amor es una historia de conocimiento. Sólo podemos amar lo que conocemos. Un conocimiento, en primer lugar, de lo que somos, y por qué somos así y no de otra manera. Se trata de ir adentrándonos en nuestro interior, donde vamos descubriendo que no estamos solos, que hay algo que trasciende nuestras propias ambiciones personales, y que está lleno de sentido. Un conocimiento, por otra parte, de ir percibiendo que nuestra vida siempre es relacional. Lo experimentamos, antes que nada, cuando dependíamos del cariño y la dedicación de nuestros padres, y lo continuamos en esas relaciones humanas de amistad, familiar, compañerismo, laboral o de pura vecindad. Sin embargo, siempre hay un punto de inflexión, y es la pregunta definitiva: ¿qué quiero yo de mi vida, y con quién la quiero?
Una historia de amor, la de cada uno, a nivel existencial, nos habla de una dependencia, aún mayor que la humana, y es tener la conciencia cierta de que alguien, antes que yo, me amó primero. Es, entonces, cuando descubrimos que, para darse ese amor, es necesaria mucha entrega, mucha renuncia y mucho sufrimiento. Eso, en sentido absoluto, ninguno de nosotros puede llevarlo a cabo. Sólo Dios lo hizo. En ese Cristo clavado en la Cruz podemos atisbar en qué consiste nuestra vida, y cómo hemos de ir asumiéndola. Fruto de un amor inconmensurable, sin límites de espacio y tiempo, Dios muerto en un cadalso, da razón a nuestra vida de una manera definitiva, plena y total.
¿Cuál es tu historia de amor? A la hora de tomar decisiones, esas que pueden marcar tu vida, piensa en la gran responsabilidad de inaugurar, no un cuento, sino una verdadera historia llena de sentido, es decir, de ternura y misericordia. Se trata de esa sucesión de actos y compromisos que han de tejer tus días, para que, en cada renuncia tuya, en cada sufrimiento que padezcas, otros puedan recoger el amor que recibiste sin esperar nada a cambio.
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