Los habitantes de la aldea de Gerasa estaban ya acostumbrados a convivir con aquel endemoniado, que vagaba fuera de sí por los alrededores, vivía en los sepulcros y se mostraba desnudo ante la gente. En más de una ocasión, habían tenido que atarle con grillos y cadenas, pues se manifestaba en él con gran virulencia el poder de los demonios. El evangelio indica que el nombre de los demonios era “Legión”, porque eran muchos los que habían entrado en aquel hombre. Jesús liberó a aquel endemoniado del poder del mal, enviando a los demonios a una piara de cerdos. Los porqueros contaron con tanto asombro y temor lo que habían visto, que toda la aldea fue a pedirle a Jesús que se alejara de allí.
Aquellos gerasenos no temían el poder del Señor, a través del cual se les había manifestado el bien de forma grandiosa y espectacular. Temían, más bien, que aquel hombre les desinstalara y descolocara de su vida acomodada. Estaban acostumbrados a convivir pacíficamente con el mal, habían aceptado que el poder de los demonios rigiera su aldea y su vida. Se encontraban así más o menos a gusto y no querían que nadie viniese de fuera a romper aquella paz fría y aparente. Es más cómodo vivir en un cristianismo instalado y a la carta, un cristianismo de costumbre, apoyados y justificados por una fe, que no necesita del poder de la gracia para transformar un corazón que prefiere vivir como siempre, sin complicarse más la vida. Pactamos indefinidamente con viejas actitudes y defectos que han anidado en el corazón desde hace mucho tiempo, nos conformamos con ese pequeño rescoldo de fe que no crece con los años, preferimos la comodidad de una tibieza que no nos da problemas, antes que vivir en la tensión espiritual de crecer en el amor a Dios y en la propia conversión. Y, aunque recemos, vayamos a Misa, o no hayamos perdido la fe de la infancia, podemos ser cristianos gerasenos, que prefieran convivir con su propio pecado y mediocridad, antes que dejar que el Señor entre de verdad a transformar nuestra vida.
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