Al ver el milagro de las Bodas de Caná, los discípulos de Jesús se asombrarían de la poderosa intercesión de la Virgen. Nos dice de san Juan que “sus discípulos creyeron en Él”. La intervención de la Virgen fue la mediación necesaria para impulsar la fe primeriza de los que seguían a Jesús. Pocos son los momentos del Evangelio en que aparece la figura de María, pero, en todos ellos, su presencia escondida y oculta encierra una eficacia sobrenatural que se nos escapa. Se trata de la eficiencia, fruto de un corazón que vive con sencillez su relación con Dios, que mira siempre en el interior. Ese ponderar en el corazón la gracia del Espíritu Santo, es no dejarse llevar por la notoriedad de lo externo, sino vivir con una confianza absoluta en ese don, invisible a los ojos de los hombres, que es una comunión permanente con el Amor del Padre, una entrega sin límites al cuidado del Hijo, y la fidelidad al Esposo, Espíritu Santo, que la hacía a María vivir en esa tensión espiritual, lejos del agobio o la ansiedad, “simplemente” abandonada a Él.
Cuesta entender que los apóstoles fueran tardos en creer, habiendo acompañado tanto tiempo al Señor y habiendo visto sus obras y prodigios. María, en cambio, más que buscar explicaciones, simplemente aceptaba todo lo que acontecía en su vida, en los momentos de gozo o de dolor, de alegría o de sufrimiento. Buscar la unidad de vida en cada una de esas situaciones, mirándonos en el espejo de la providencia divina, ayuda a vivir sin el sobresalto de nuestras limitaciones, o sin la contradicción de esos detalles de cada jornada. Todo nos habla de Dios cuando estamos enamorados de Él. Cada rosa esconde una espina para recordarnos a quien hemos de entregar nuestro corazón, porque sólo la Cruz desprende el verdadero aroma de una vida entregada.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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