Aquel día, en el monte Tabor, Pedro, Santiago y Juan pudieron contemplar anticipadamente la gloria con la que un día también ellos habrían de ser transfigurados. Sólo le acompañaron a la cumbre de la montaña los mismos apóstoles que después habrían de acompañarle, desde el sueño, en la postración de la noche de Getsemaní. Por un instante cesó un permanente milagro, el anonadamiento del Verbo en la encarnación, y afloró aquella gloria divina que permanecía tan escondida en la carne de Cristo. Jesús transfiguró así su más cotidiana existencia, aparentemente tan igual a la de todos los hombres, dándole brillos de eternidad y fulgores de gloria divina. Este Corazón transfigurado, que en el monte Tabor se empapaba por todos sus poros de gloria divina, habría de sudar un día gotas de sangre.
Si en cada momento y actividad de mi jornada supiera yo subir esa ruda pendiente de la monotonía y de la rutina haría de mi vida cotidiana una continua y pequeña cumbre de Tabor. ¿Por qué no transfigurar cada uno de esos momentos, personas, tareas, dejando que la gloria y la presencia de Dios afloren radiantes en el Tabor del alma? Llevas dentro la gloria de Dios, habita en ti su misma divina, y puedes irradiarla a muchos a través de los actos más ordinarios de tu jornada. Pero, esa gloria divina, que quiere brillar en ti, choca con las opacidades de ese pecado tuyo, que tanto enturbia el alma. Corazón transfigurado de Cristo, que llenas de eternidad cada instante de mi vida, si dejo que entres en ella por las rendijas de mi día a día. Me enseñas a revestir de cielo todo eso en lo que no logro contemplar tu rostro, ni ver tu mano providente. Enseñame a gozar aquí, en mi vida concreta, de esa gloria que un día me regalarás plenamente allá en tu Reino.
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