La paciencia es la confianza y la espera de los fuertes. Corazón paciente es el que sabe sufrir en paz. Sin protestar, sin pedir explicaciones, sin querer entender, sin desear que la prueba pase, sin aceptar ni amar nada que no sea la voluntad de Dios en ese momento. La verdadera paciencia –esa que no es mera resignación humana– nace de la fuerza de Dios, que habita en nosotros. No es voluntarismo. Ni siquiera es condescendencia, o altruismo. Es fruto de esa caridad, que se alimenta de la contemplación de la paciencia de Cristo. Cuántas veces has experimentado en tu vida esa paciencia divina, que no se cansa de perdonarte siempre las mismas faltas, que sale en cada instante a tu encuentro, cada vez que vuelves cansado y desengañado del hambre de tantas algarrobas falaces y pasajeras.
Sólo el amor que mide sin medida es capaz de atisbar, en las pruebas y dificultades, la misteriosa caricia de la mano providente de Dios Padre. Y cuando parece que esa mano se cierra, o desaparece oculta detrás del denso misterio del dolor y de la prueba, nos queda aún esa otra mano invisible y oscura de la fe, con la que podemos asirnos más fuertemente, si cabe, al amor del Padre. ¿Quieres saber cómo debería ser la medida de tu amor paciente? Mira a la Cruz. Allí tu dolor quedará empequeñecido y tu amor se hará fuerte y magnánimo. Contempla también el corazón paciente de la Virgen Madre, en quien el Verbo encarnado aprendió las formas de su paciencia. El Señor siempre espera. Aprende tú también a tener paciencia, contigo mismo y con los demás, según las formas de Dios. La impaciencia se inquieta por lo que nos molesta, o por lo que no acaba de llegar. La paciencia, en cambio, nos hace estar y permanecer, como María, al pie de la Cruz.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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