Quien no se ha sentido perdonado una y otra vez no ha empezado aún a gustar las delicias del amor misericordioso de Dios. Quien desespera de sí mismo ante la propia debilidad y miseria, quien cae derrotado ante el peso del propio pecado, quien da paso a la desconfianza y al desánimo cuando amenazan el cansancio espiritual o la desgana... aún no ha llegado a comprender que el amor hace ‘uno’ a los amantes. ¿Por qué encerrarse en la autocompasión del propio dolor y de las propias lágrimas, en vez de mirar cara a cara ese rostro divino, que ansía enamorado nuestra debilidad y nuestra nada? ¿Cómo no confiar hasta lo heroico en ese corazón misericordioso, que se dejó clavar así en la Cruz, sólo porque me amaba hasta el extremo?
Nos cuesta confiar hasta el abandono total en esa misericordia infinita de Dios porque nos empeñamos en encerrarla en la lata de los esquemas demasiado humanos de la justicia, del perdón o del rencor. Tampoco creas que esa confianza ilimitada en el amor misericordioso de Dios te exime de colaborar con la gracia y de sudar con esfuerzo el trabajo de tu propia conversión. Pero, lo que hace a Dios ser Dios es, sobre todo, esa inaudita e infatigable misericordia, capaz de amar en ti todo lo que eres. No dejes que tus pecados, tus defectos, tus dudas, tus desesperanzas, logren alejarte de ese amor misericordioso de Cristo. Tampoco pactes con tus limitaciones y pecados, pues impedirías que la misericordia divina se manifestara abiertamente en tu miseria. Adoremos hoy esa misericordia infinita, inmutable, de Dios, capaz de revestir de gracia y de gloria todos, absolutamente todos, los pecados de mi vida. Saboréala cada vez que te levantes del polvo de tus caídas, sin miedo a que ese Corazón divino se canse de perdonarte.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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