Reiteradamente afirmó san Josemaría que le gustaba plantar árboles, cuya sombra disfrutasen generaciones futuras. Por varios motivos, he recordado esta idea durante la estancia del Papa en España. En primer lugar porque es un hombre de ochenta y cuatro años que lógicamente planta para un futuro que, en buena medida, no será el suyo. También lo he recordado, con el mismo simbolismo, en el olivo plantado en la Puerta de Alcalá y en el árbol presente en el escenario de Cibeles. Es asentar el futuro por amor a Dios, a las gentes todas que poblamos el mundo.
Pero el árbol capital es Cristo. Desde sus primeras intervenciones, ha dejado claro que el verdadero árbol, el de la Vida que sana esta vida, el de los frutos imperecederos, el que sombrea las verdes praderas en que nos hace recostar -según palabras de la Escritura- es Jesús de Nazaret o, si se quiere, es el árbol de la cruz en el que estuvo clavada la salvación del mundo, como recuerda la liturgia del Viernes Santo o tal como lo escuchamos en latín tras cada estación del Vía Crucis de la Castellana.
Aunque escribo sin finalizar la JMJ, la invitación a radicarse en Cristo está siendo constante desde el principio. En Barajas definía así el motivo de su viaje: Llego como Sucesor de Pedro para confirmar a todos en la fe, viviendo unos días de intensa actividad pastoral para anunciar que Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida. Para impulsar el compromiso de construir el Reino de Dios en el mundo, entre nosotros. Para exhortar a los jóvenes a encontrarse personalmente con Cristo Amigo y así, radicados en su Persona, convertirse en sus fieles seguidores y valerosos testigos.
También el Reino de Dios es comparado en el Evangelio a una pequeña semilla que va convirtiéndose en árbol frondoso, cobijo de aves y hombres. Ese árbol de la vida es la Iglesia, que nos alimenta con la oración, los sacramentos, el dolor asumido como parte de la Cruz liberadora, sea en los grandes males que padece el mundo, sobre todo el pecado, resumen de muchos de ellos -como se recordó particularmente en el piadoso Vía Crucis-, sea también en los sucesos más ordinarios de nuestra vida, dando sentido al trabajo, a las pequeñas contrariedades, a los dolores habituales, a todo.
De otro modo, volvía en la recepción de Cibeles al mismo argumento: Queridos amigos: sed prudentes y sabios, edificad vuestras vidas sobre el cimiento firme que es Cristo. Esta sabiduría y prudencia guiará vuestros pasos, nada os hará temblar y en vuestro corazón reinará la paz. Entonces seréis bienaventurados, dichosos, y vuestra alegría contagiará a los demás. Se preguntarán por el secreto de vuestra vida y descubrirán que la roca que sostiene todo el edificio y sobre la que se asienta toda vuestra existencia es la persona misma de Cristo, vuestro amigo, hermano y Señor, el Hijo de Dios hecho hombre, que da consistencia a todo el universo.
Así, insistía reiterativamente en la esencia del cristianismo, que no es una teoría, sino el seguimiento e identificación con una Persona: Cristo, el Dios hecho hombre para dar sentido a todo nuestro caminar terreno y permitirnos alcanzar la vida futura. Ha hecho referencias al sacramento de la Confesión -la maravilla de un Dios que perdona- porque ninguno somos perfectos ni impecables. Necesitamos redescubrir a Dios en la confesión personal, auricular y secreta.
El Papa habló en conceptos substanciosos a sus "colegas", siempre con la misma partitura, adecuada a sus oyentes: Sabemos que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano. No en vano la fe cristiana creó las universidades buscando una verdad que siempre acaba enraizándose en el Logos, la Verdad creadora de cuanto ha sido hecho y la Palabra que se hace carne por amor al hombre. En Cristo, afirmará san Pablo están todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. Por eso, jamás puede haber oposición alguna entre razón y fe, se requieren y potencian mutuamente.
En la Misa conclusiva se expresaba así: El cuerpo desgarrado y la sangre vertida de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido por los signos eucarísticos en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres. En Él tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de los bienes futuros. Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el abismo, hacia el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una tierra de promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro principio.
Un Papa que se marchó contento de España porque pudo sembrar mucho, estar muy acompañado y vivir la más grande manifestación de fe contemplada.
Pablo Cabellos Llorente
Publicado en LP el 23.08.11
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