El cristianismo, antes que nada, es el seguimiento a una persona: Cristo. Esto nos habla de la radicalidad de una relación personal e insustituible de cada uno con Aquel que ha dado la vida por mi de manera incondicional, tal y como un verdadero amigo puede llevar a cabo sin contar con los riesgos que a nivel individual puede acarrear semejante donación. Nosotros, en cambio, sí que evaluamos los riesgos, y solemos medir nuestra entrega con aquello que recibimos a cambio, o con la seguridad de que obtendremos un beneficio aún mayor de lo que damos…. Siempre, considerándolo humanamente.
Esto nos lleva a reflexionar sobre algo de lo que sí sabemos y conocemos: nuestras limitaciones. Restricciones, que nos llevan a “morder” nuestra propia condición humana, donde los espiritualismos tropiezan constantemente con la masa de la que estamos hechos. Nuestros deseos de santidad se encuentran, una y otra vez, con nuestra debilidad, y con ese pecado personal que nos hace caer en el desánimo, o dejar para la “última hora” una entrega decidida a Dios.
Sólo desde la consideración de estar llamados a una vida sobrenatural, Dios que acapara nuestra entera existencia, es posible levantarnos, día a día, de la postración de nuestro desánimo. Cristo ha vencido al mundo para recordarnos que, con Él, nada ni nadie será impedimento para decir a Dios siempre ¡sí!
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