Hay muchos sagrarios recónditos y solitarios en los que la oración de Cristo al Padre se alza entretejida de silencios y soledades. En la oración de Cristo está siempre la oración de la Iglesia, pero tantas veces esa súplica al unísono resuena sólo en el silencio perdido de algún tabernáculo ignorado de los hombres. Cuántas veces, mientras vuelves del trabajo, mientras esperas el autobús, cuando vas a hacer la compra, pasas por delante de la puerta de alguna Iglesia, o junto a un sagrario, sin que se te ocurra siquiera hacer una breve visita al Señor. ¿No quedas con tus amigos, tus compañeros, tus familiares, cuando tienes que contarles algo, o simplemente para pasar un rato agradable en su compañía? ¿Cómo, entonces, no buscamos a diario esos pocos momentos y ese sagrario más cercano para acompañar, con una breve visita, la soledad eucarística de Cristo?
Son muchos los rincones, quizá para ti desconocidos, en los que ora y se ofrece al Padre ese Corazón divino tan enamorado de la soledad y del ocultamiento. Has de aprender a acompañar esa soledad de Cristo, si quieres saber acompañar la soledad de tantos hombres que viven en la negación de Dios o en el desánimo ante la vida. No acabes tus jornadas sin hacer una pequeña visita al Santísimo, acompañando por unos minutos ese corazón eucarístico de Cristo, que siempre te espera. Esa pequeña visita no acompaña la soledad de Dios, sino la tuya, pues no hay soledad y abandono más mísero y doloroso para el hombre que vivir esta vida sin Dios. En Dios no hay soledad; Él nunca está solo, porque es misterio de comunión. Pero, se hace por ti un Dios solitario, para ser huésped y compañía de nuestras soledades.
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