Siempre resultará más fácil detenerse en los límites, errores, pecados y hasta escándalos de los miembros de la Iglesia que admirar esa belleza, humanamente inexplicable, que la hace resplandecer de santidad y chorrear divinidad por todos los poros de su ser. Mientras veas a la Iglesia como una empresa demasiado humana siempre estarás en ella como un extraño, como ese invitado que cumple con su visita de cortesía, fingiendo quizá una amistad que no existe. La Iglesia es tu Madre y tu eres el hijo engendrado y llevado en sus entrañas. Y este espíritu de familia, propio de los hijos de Dios, es el que debes testimoniar a tu alrededor, con la fidelidad de tu vida, no siendo cómplice del desinterés egoísta o la crítica fácil, detrás de la cual muchas veces se esconden cristianos aliados con la mediocridad y el aburguesamiento espiritual. Los verdaderos hijos son los que gustan de la intimidad de este hogar de Dios que es el seno de la Iglesia, y allí vuelven una y otra vez, como el niño que busca la leche materna, envuelta en el cariño y en la mirada de su madre. Tu apostolado debe transparentar este estilo materno y espiritual, que no tiene nada de blandenguería y que requiere por tu parte el mismo amor entregado y generoso, el mismo olvido de sí que vive continuamente una madre con su hijo. Que tu apostolado sea expresión de esa maternidad espiritual que define esencialmente el misterio de la Iglesia, ese que llevas grabado en tu alma porque un día el bautismo te hizo hijo de Dios. Cuida de Cristo en las almas como una madre cuida de su hijo en su seno.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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