Israel era el pueblo elegido por Dios. Con él hizo una alianza que habría de perdurar durante siglos. Dios (¡asombrosa anonadación divina!) se fue acomodando, pedagógicamente hablando, al ritmo del hombre, “soportando” su debilidad, sus continuas traiciones, sus innumerables pecados… pero el Todopoderoso “guardaba un As en la manga”. La “cumbre” del tiempo de Israel no fue un hecho espectacular, ni una demostración del poder taumatúrgico de Dios. La plenitud de los tiempos, la del pueblo elegido y la del mundo entero, se centró en una muchacha. Una doncella de Nazaret llamada María. A ella se le reveló su peculiar vocación: ser la madre de Dios. Desde esa sencillez, a la vez que culminaba una historia singular (patriarcas, profetas, jueces y reyes), se iniciaba otra, inventada por Jesucristo y alimentada por el Espíritu Santo: la Iglesia. En ese principio tuvo un papel primordial el de la Virgen María. Sin la oración de la madre de Jesús, sin su presencia perseverante y entregada, la labor de aquellos primeros discípulos hubiera sido otra cosa. La maternidad de María dio alas a la maternidad de la Iglesia. Es verdad, llegó Pentecostés, pero la Virgen era la llena de gracia, esposa de Dios Espíritu Santo.
Tú y yo estamos también llamados a vivir esa maternidad. Mira a tu alrededor, y descubrirás que el Señor también ha depositado en tu interior entrañas de misericordia. ¡Qué fácil es darse a los demás cuando uno experimenta en su corazón tanta ternura de Dios!
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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