Una ‘cultura del corporeísmo’ nos envuelve hoy por todas partes, proponiéndonos, casi de forma constante, una re-valorización –o, más bien, super-valoración– de nuestro propio cuerpo. Pensemos, por ejemplo, en el valor social que damos a la comida, a la salud, al bienestar, a la armonía consigo mismo, a la belleza física, a la moda, a la propia imagen... La publicidad vincula gran parte de su eficacia a la imagen de un cuerpo, casi siempre un cuerpo femenino y, lamentablemente, casi siempre un cuerpo femenino reducido a sus connotaciones sexuales e, incluso, puramente eróticas.
Esta cultura corporeísta, que algunos –no sin razón– denominan pansexualista, no deja de tener su vertiente aceptable. Pretende, en efecto, responder y reaccionar ante ciertos esquemas de dualismo antropológico que separan –e incluso contraponen– el alma y el cuerpo, o ante formas de infravaloración unilateral e, incluso, de desprecio de la corporeidad, que antaño –o no tan antaño– imperaron en nuestra mentalidad y educación, incluso, en círculos y ambientes de valorada raigambre cristiana. Y, sin embargo, no es verdad que esa tradicional devaluación del cuerpo se deba exclusivamente al cristianismo, como si fuera una consecuencia lógica de sus principios morales. Como si el rechazo, el prejuicio o el desprecio del cuerpo –y de todo lo que le concierne– hubiera sido cosa de la Iglesia, mientras que ahora, por el contrario, su actual revalorización se presenta como un fenómeno lógico de esa creciente secularización de nuestra cultura. Así lo ha denunciado, más de una vez, el propio Benedicto XVI desde los inicios de su pontificado.
Desde una perspectiva laicista, el movimiento corporeísta se nos presenta como uno de los logros más avanzados y revolucionarios del mito del progreso; pero es, en realidad, una sutil forma de reduccionismo antropológico, que lleva a vivir en un continuo relativismo en el que la persona humana se reduce prácticamente a nada. Primero se afirma la procedencia material y biológica de la actividad espiritual del hombre, luego se separa la persona de su propio cuerpo, con lo que el cuerpo queda despersonalizado, vaciado de significado y desvinculado de todo valor objetivo moral y, por supuesto, de la ley natural, para acabar reduciéndolo a un mero material biológico, manipulable, valorado simplemente como material genético o erótico.
Sin duda que, entre los aspectos positivos de este corporeísmo está, precisamente, la revalorización de la función comunicadora del cuerpo, su capacidad para expresar el significado y la verdad más profunda de la persona. Y esto es posible porque nuestro cuerpo no es sólo pura materialidad sino que forma una unidad esencial con ese mundo interior de nuestro propio yo. Porque ‘yo soy mi cuerpo’. Por eso, además de hablar de la corporeidad de la persona, algunos autores hablan también de la personeidad del cuerpo. El cuerpo es sacramento de la persona, según expresión de Juan Pablo II.
Hay, sin embargo, límites y ambigüedades en esta cultura corporeísta que se asocian precisamente a su carácter reaccionario. Como muchas otras formas de reacción, al final el corporeísmo se vuelve tan unilateral como las instancias y principios contra los que quiere reaccionar. Invierte –con cierto resentimiento– ese dualismo jerárquico del pasado, que consideraba más noble y digno del hombre al espíritu que al cuerpo, y cae en una especie de ‘monismo antropológico’ que concede la exclusividad y la primacía sólo al cuerpo, o, más bien, sólo a algunos de sus significados y dimensiones. Esta moderna forma de dualismo fácilmente se alía con el relativismo de la cultura de masa que nos invade y termina por anular lo específico y distintivo de la persona humana en su diversidad varón-mujer. Detrás de esta primacía del cuerpo se esconde una concepción objetualizadora de la persona humana: la convierte en hombre-objeto y mujer-objeto, con lo que queda anulada su diversidad y especificidad, es decir, el hombre-padre y la mujer-madre.
Naturalmente, el corporeísmo comporta su propia ética hedonista, basada en el único criterio del propio placer. Los principios que rigen su sistema ético se elaboran a partir de las necesidades naturales y espontáneas –pero presentadas como ‘necesarias’ y ‘constructivas’– del cuerpo, y, en consecuencia, a partir del placer que acompaña la satisfacción de dichas exigencias. En nombre del naturalismo, hay que ‘liberar’ el cuerpo de las normas alienantes socio-religiosas para devolverle su status original de ‘fuente de placer’. En último término, sólo queda el placer como guía y, por tanto, el más puro utilitarismo y relativismo. Así que el hombre liberado es aquel que escucha su cuerpo, sigue sus deseos y satisface sus ‘necesidades’. Al final me guío por el principio de lo más fácil: si me apetece y me gusta, lo hago; si no me apetece y no me gusta, no lo hago. Con el agravante de que termino por identificar lo que me gusta y me apetece con el bien moral y lo que no me gusta y no me apetece con lo mal moral.
Por el carácter dualista que lo define, el corporeísmo es una manifestación más de ese neo-maniqueísmo contemporáneo que Juan Pablo II, en su Carta a las Familias del año 1994, describió como uno de los fenómenos actuales que más oscurece y deforma la visión cristiana del hombre y de su cuerpo. Es fruto del moderno racionalismo que pretende hacer añicos la unidad esencial del hombre, separando y contraponiendo su yo interior y su yo corpóreo. Y es que el derrumbamiento del misterio del hombre, una vez que ha perdido su punto de apoyo fundamental en Dios, necesariamente arrastra consigo la pérdida del sentido humano y teológico del cuerpo.
Acorde con esta visión reductiva y biologicista de la persona, el corporeísmo asume también criterios de ese naturalismo que niega lo trascendente y reconoce como únicamente válido el orden natural. Un naturalismo que se construye desde la convicción de que el ser humano no puede abrirse a lo sobrenatural. Nada ni nadie hay por encima de la libertad y de la propia conciencia. La consecuencia más inmediata es la anulación y negación de nuestra específica ‘imagen de Dios’, clave de bóveda que sustenta el arco de la antropología católica. Y así, ni el cuerpo ni la sexualidad humana tienen un significado trascendente: ya no se viven como signo e imagen de Dios en el hombre sino que quedan reducidos a un mero producto material y humano de libre disposición. Y, dada su implicación social, una sexualidad así puede regularse también por el consenso de la sociedad o por la manipulación y conveniencia del Estado, con lo que la sociedad civil o el propio Estado se convierten en fuente más que arbitraria de moralidad.
Por todo ello, resultará siempre más que escandalosa la ley de la encarnación, es decir, el hecho de que el Verbo de Dios se haya hecho carne. Pero el ‘escándalo’ de la carne y del cuerpo de Dios nunca dejará de sacudir ese antropocentrismo racionalista y ateo que parece campar anchamente en el mundo de hoy. Por eso, uno de los más hermosos retos que nos plantea la actual cultura corporeísta es, precisamente, redescubrir la centralidad de la Eucaristía, ese Cuerpo de Cristo en el que se nos hace 'carne', y pan, todo el misterio de Dios. Ese cuerpo eucarístico sigue siendo hoy el centro de gravedad desde donde irradiar esa "cultura de la Eucaristía" de la que habló con valiente insistencia Juan Pablo II y que resulta ser el antídoto más eficaz para esta pandemia corporeísta que tanto está debilitando los fundamentos de la más sana antropología.
Así pues, ¿por qué no aprovechar en lo bueno ese contagio de tinte corporeísta que nos llega desde el ambiente cultural en el que vivimos y dejar que ilumine aspectos, quizá nuevos, de ese cuerpo eucarístico de Cristo, tan inabarcable en lo divino y, a la vez, tan profundamente nuestro en lo humano? Ese corporeísmo actual, además de ser un síntoma más que evidente de decadencia antropológica y social, puede servirnos de provechoso acicate para enfocar con detalle y redimensionar algunos aspectos del misterio eucarístico. No olvidemos que en el centro de toda la actividad de la Iglesia, de nuestra vida, está la Eucaristía y que en ese sacramento todo el misterio de Dios se nos hace presente gravitando precisamente en un cuerpo y en una sangre que revisten la apariencia de pan y vino. En el cuerpo eucarístico de Cristo, a la luz del cual el hombre se descubre a sí mismo en toda su prístina belleza, tenemos el contrapeso a ese corporeísmo actual que tanto rebaja e instrumentaliza al varón y a la mujer. ¿No es esta, quizá, una respuesta, hermosa y grande como ninguna otra, a las carencias e interrogantes que se encierran en el seno de esta cultura corporeísta que tanto degrada la sacralidad de nuestro cuerpo y de nuestra persona?
Carmen Álvarez Alonso
Publicado en la revista Buena Nueva (febrero 2011)
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