Es muy importante saber cómo ponemos en orden nuestro juicio y nuestra voluntad a la hora de tomar decisiones. Jesús habla de vivir la astucia, a la manera de los hijos de las tinieblas, sin descuidar la mansedumbre, a ejemplo de las palomas. Puede parecernos un tanto contradictoria semejante actitud, pero, si reflexionamos un poco, lo que el Señor nos está diciendo es que pongamos en práctica todas nuestras facultades en orden al fin último: la voluntad del Padre. Los dones que hemos recibido son para dar gloria a Dios y servir los demás, empezando por aquellos que tenemos a nuestro cuidado. Así, los padres de familia han de vivir con responsabilidad lo que significa llevar adelante su matrimonio y los hijos. El trabajo, la educación, el respeto mutuo... Todo eso, es poner en práctica los medios necesarios para llevar a cabo el proyecto de toda una vida, sabiendo que mediante el esfuerzo diario, el sacrificio personal y la entrega generosa de uno mismo, son los cauces que, incluso apelando a una legítima justicia, han de ejercitarse cara al mundo.
No podemos actuar frente a los demás (en el trabajo, en la política, etc.) con una ingenuidad, en la que pongamos en riesgo a nuestra familia o a al propio honor, de manera simplista o irresponsable. Si algo tenía claro Jesús era poner a cada uno en el sitio que le correspondía. La astucia a la que alude es precisamente eso: no dejarse avasallar por la prepotencia de otros cuando está en riesgo la salvación del alma, sino ponernos en el lugar justo y responsable para llevar a cabo nuestra misión de hijos de Dios, que es la garantía de velar por la propia vocación. Cuando el Señor habla de poner la otra mejilla, en cambio, alude a todo lo que conlleva la justicia por el Reino de los Cielos, es decir, ganar almas a Dios, renunciando a nuestro orgullo y practicando la humildad, que es la que le llevó a Cristo a morir en la Cruz. Por tanto, en el orden humano, sin perder nunca nuestra unidad de vida (que es también ejercitarse en la prudencia), hemos de emplear, en justicia y en verdad, todo lo necesario para realizar el auténtico bien común.
Vivir la virtud de la prudencia es armonizar el entendimiento (aquello que me capacita para distinguir el bien y el mal) con la voluntad (poner por obra el mayor bien posible). Sólo en el día a día, es decir, en esos pequeños detalles (orden, paciencia, generosidad...), en los que procuro tener una verdadera rectitud de intención, seré capaz de actuar con la prudencia de los hijos de Dios.
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