Compartir el sufrimiento con los demás es algo propiamente cristiano. El desinterés egoísta con el que normalmente “vamos a lo nuestro” resulta algo común en la sociedad actual. Estamos acostumbrados a exigir comportamientos de otros, pero nos cuesta mucho darnos con gratuidad a los demás. Descubrir que hay gente que sufre a nuestro alrededor nos puede parecer, en ocasiones, una pérdida de tiempo, pues hemos de restar la dedicación a otros asuntos que consideramos más importantes o urgentes. En definitiva, ir a lo práctico parece ser lo más adecuado y lo más normal, ya que hemos de exprimir las horas y los minutos en beneficio propio.
Jesús, sin embargo, puso en práctica algo que llamó la atención a sus contemporáneos: la compasión. No se trataba de un compadecerse extraño o distante, como el que en ocasiones nos sobreviene al ver la injusticia o la hambruna en personas del tercer mundo, por ejemplo, asomándose unas lagrimillas en los ojos, pues nos toca la fibra sensible. No. La compasión de Cristo, fruto de la misericordia de Dios, se adentraba en el corazón mismo de aquel que sufría, elevándolo a un orden superior al comportamiento humano. El Señor, con su humanidad, nos ha insertado en una vida sobrenatural para que cualquier duda, problema o agobio tenga una respuesta total. Cristo murió en la Cruz porque Dios se compadecía de nuestros pecados, origen de cualquier sufrimiento, dándonos a entender que sólo Él podía curar semejante enfermedad del alma.
Un hijo de Dios, tú y yo, participa de esa muerte redentora de Jesús. Por eso, ante el sufrimiento de otros, nuestro corazón se adhiere a esas pasiones dolientes con la misma piedad de Cristo, ya que consumamos la acción de Dios: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”. ¡Sí!, serán dichosos aquellos que soportan el agobio en su vida, porque otros, los que hemos sido llamados a ejercer la caridad cristiana, les acompañaremos en su sufrimiento, y ya no estarán solos. Más que realizar una obra de misericordia, se trata de vivir identificados con los mismos sentimientos de Cristo Jesús que, desde la Cruz, intercedió al Padre de Dios para que todos fuéramos perdonados. ¿No es este un motivo de agradecimiento para alegrarnos con los que se alegran, y llorar con los que lloran?
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