Esta pregunta la formula Jesús a unos ciegos que le piden les devuelva la vista. Cristo exige una confirmación a esa petición, como significando que sólo fiándose de Él es posible el milagro. ¡Sólo Él! Sin embargo, nuestra vida está como envuelta en una maraña de lo divino y lo humano. Ni somos espíritus puros, ni sólo nuestro cuerpo material puede dar respuesta a toda inquietud. Tampoco se trata de vivir una especie de esquizofrénica dualidad de vida, sino que nuestro ser ha de quedar traspasado por la única realidad que nos salva: nuestra fe en Cristo. Desde ahí, obtendremos esa unidad necesaria en nuestro caminar diario, para que ninguna fisura quede impregnada por el desaliento o la desconfianza. Dar cabida a esa presencia de Dios en nuestra vida es realizar el prodigio de que, ocurra lo que ocurra, todo entra en los planes de Dios, y podremos pedirle lo que queramos. Así pasa con el niño pequeño, que sabe va obtener aquello que le solicita a su padre. Después, vendrá la conveniencia o no, pues todo dependerá de lo que realmente necesitemos, ya que sólo Él sabe de nuestras auténticas carencias.
Alguno podría pensar que esa manera de decir las cosas es como un “cubrirse las espaldas”. De esta forma, nunca nos equivocaremos, sea bueno o malo lo que Dios nos proporcione. Ahora bien, ¿quién es el que juzga la bondad o maldad de lo que pueda ocurrirnos? ¿quién es el que tiene todos los “datos”? Por muy equilibrados que sean nuestros juicios, ¿hasta dónde alcanza una acción determinada, sin saber que pueda perjudicar a otros? Evidentemente, Cristo conocía todos esos interrogantes que pueden zozobrarnos. Sin embargo, Él nunca mintió cuando dijo que todo lo que pidiéramos al Padre en su nombre lo obtendríamos, porque siempre haría de mediador. Él nunca nos dejará de lado, pues, en cada oración nuestra, siempre interviene su juicio definitivo. Y nunca olvidemos que, todo aquello que obtengamos de Dios, no será según nuestros méritos, sino conforme a la misericordia de Dios, y ésta, en todo momento, es infinita.
“Hágase en vosotros según vuestra fe”, dirá Jesús a los ciegos. Esa misma aserción la realiza el Señor con cada uno de nosotros. La fe, la tuya y la mía, es la medida de la correspondencia al amor de Dios. Confiar, confiar siempre… y, en ese fiarnos de Dios, no habrá ya nada que pueda perturbar nuestro corazón, pues cualquier cosa que hayamos pedido habrá llegado a su realización plena: “Todo se ha cumplido”.
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