“«Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios” (Mc 10,17-22). El reto de la santidad es algo más que medir la vida con presupuestos humanos. Dios nos habla al corazón, es decir, a ese lugar donde nadie (excepto nosotros mismos) tiene acceso. No podemos valernos de las opiniones de los hombres para saber si actuamos correctamente, ya que quizás buscamos el juicio ajeno hasta encontrarnos con aquél que más convenga a nuestra «falta de juicio». La única vara de medir es la bondad de Dios, que se identifica con su propia esencia: amor, gratuidad, donación, magnanimidad.
¿En qué se entretiene nuestro pobre corazón? Cuántas veces decimos que somos buenos, sólo por justificar nuestras obras incompletas, o nuestro afán por destruir a través del juicio, la críticas, las envidias o rencores. ¿Por qué vamos a exigirnos perfecciones que sabemos, a ciencia cierta, que nadie posee? ¿No son los santos creación de nuestras impotencias? ¿No es cierto que poco podemos cambiar a estas alturas de la vida? Cuando razonamos así, nos vence el ánimo de la mediocridad, y nos domina un estado de latente aburguesamiento, que nos deja anclados en la tibieza y en la pasividad.
La bondad es cosa bien distinta. Nace de la aceptación de nuestro rostro maltrecho y de las cicatrices del alma. Y, en todo ello, proclamar con el Apóstol: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?” (Rm 8,35). Todo, absolutamente todo, carece de importancia y se relativiza, cuando descubrimos que «sólo Dios es bueno».
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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