Solemos vivir más allá de cualquier previsión. Organizamos nuestras obligaciones del día a día sin preveer acontecimientos extraordinarios. Y, de hecho, tiene que ser así. No podemos estar con el “cuento de la lechera” permanentemente, calculando en qué momento se va a caer el cántaro haciéndose añicos. Sin embargo, existen otras circunstancias, ajenas a nuestra voluntad, con las que nos encontramos en algún que otro momento, y que pueden ocasionarnos la pérdida de paz, un cambio de estado de ánimo, o un desasosiego inesperado. A estas situaciones las denominamos contradicciones.
En los Evangelios vemos muchos imprevistos en la vida del Señor, y que podrían calificarse, en algún momento, como absurdos. Los ataques de los fariseos, el cansancio, la ineptitud de sus discípulos, las quejas de los que se acercaban a Él… Su condición humana, tan perfecta como la divina, no le eximía de esas situaciones no previstas, perpetradas sobre la marcha. ¿Cómo respondía Jesús? Normalmente con serenidad y comprensión. Digo “normalmente”, porque había momentos, sobre todo en lo que concernía al amor del Padre (el respeto al Templo como casa de Dios), o la hipocresía de tantos que iban con torcidas intenciones, en que su reprensión era directa y sin tapujos, pues aludían a la verdad íntima de las cosas. Sin embargo, nunca encontramos quejas por cuestiones que tenían que ver con su propia persona (un largo camino agotador, cambios de tiempo, hambre o sed, algún golpe accidental, etc.).
Pueden parecer cosas absurdas, pero si hacemos un examen sincero de cómo nos influyen a nosotros esos “disparates” de cada día, descubriremos que nos afectan mucho más de lo que podamos pensar. Una caída en la calle o en casa, una crítica no esperada, un catarro imprevisto, un calor asfixiante… todos esos momentos pueden alterarnos el humor, y tomar decisiones sobre la marcha, de los que podemos arrepentirnos después.
De pequeños, nuestros padres decían que debíamos “ofrecer” esas contradicciones a Dios. Detrás de ello había una buena pedagogía: robustecer el carácter y adquirir madurez humana. Hoy día, no resulta políticamente correcto hablar de disciplina, y más de uno podría llamarnos fundamentalistas e intransigentes. Aunque habría que plantearse el por qué en nuestra sociedad no se educa en las virtudes humanas (otros prefieren hablar de “valores”, porque hablar de “virtud” parece estar pasado de moda), me quedo con lo de “ofrecer”, ya que se trata, en definitiva, de unirme a esos sufrimientos de Cristo con los que ir cubriendo lo que aún falta a su Pasión, tal y como nos recomienda san Pablo.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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