Había vuelto a lo suyo, a sus cosas y ocupaciones. La experiencia de estos años de atrás era difícil de asimilar y encajar. Convivir con el Maestro, escucharle, estar con Él, sí. ¡Hubiera merecido la pena haber pasado toda la vida con Él! Pero los discípulos… ¡eso ya era otro cantar! Uno preocupado de su bolsa de dinero, otros preocupados de si los fariseos decían o no decían de ellos, otros buscando la ocasión de conseguir del Maestro el puesto a su izquierda o a su derecha. Judas, por otro lado, acabó quitándose la vida después de haber estado tanto tiempo con ellos. Pedro, a menudo era vencido por su genio y fuerte carácter. Juan vivía todo con fresco entusiasmo e ingenuidad juvenil, pero, por eso mismo, a veces parecía estar fuera, muy fuera, de la realidad. ¿Cómo seguir con los Doce, tan toscos, rudos y cabezotas? Sin el Maestro ya no era lo mismo…
El apóstol Tomás decidió que aquello no era para él y se encasquilló tozudamente en sus posiciones: ¡No me creeré eso que dicen hasta que no vea yo mismo al Maestro con mis propios ojos y toque sus heridas…! Tampoco los Doce se acordaban ya de lo que les había enseñado el Maestro estos años de atrás, porque llevaban ya varios días criticando y chismorreando sobre Tomás: ¿quién se pensaba que era? ¿Es que, acaso, él no tenía defectos? ¿Así pagaba todos los detalles que habían tenido los demás con él? ¡Pues que no vuelva si quiere!
El Señor esperó a que Tomás estuviera de nuevo con los Doce para aparecerse a todos. Si hubiera estado en su sitio, con los Doce, en el lugar en que el Maestro le quería, no habría perdido tanto tiempo construyendo sus lógicos y contundentes razonamientos. A Tomás le presentó el Señor sus llagas, para que las tocara y, viendo el gesto, los demás aprendieron del Maestro cuánta condescendencia y paciente misericordia habían de tenerse unos con otros.
Más allá de lo que juzgamos en los demás como errores imperdonables, por encima de las limitaciones personales, o de los pecados y miserias que señalamos en la vida de tantos hijos de la Iglesia, Jesús llama bienaventurados a los que creen sin ver. Que nuestra fe no sea una plancha de corcho que se mueve a merced de las miserias y virtudes ajenas.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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