La mejor definición de pecado nos la da Satanás, bajo la apariencia de serpiente, en libro del Génesis: “Seréis como dioses”. Adán y Eva, creados en gracia, sabían y gustaban ya los primordes de esa deificación a la que Yahvé Dios, creándoles, les había destinado. No les extrañó, por tanto, aquella promesa de la serpiente. Pero el don de aquella semilla deificadora que Dios les había regalado estaba llamada a crecer y hacerse frondosa, no al ritmo que el hombre decidiera, sino según el tiempo de Dios, según los tiempos de la carne y de la historia. La serpiente les invitaba a ir contra ese tiempo de Dios, a alcanzar sin esfuerzo y en el tiempo que ellos fijaran, con la rapidez con que se muerde una fruta, eso que Dios les había prometido en plenitud para el final de la vida.
La encarnación del Verbo es el triunfo definitivo del tiempo de Dios. Cristo parece que no tiene prisa por comenzar su vida pública, cuajada de signos portentosos y predicaciones nunca antes conocidas. Muchas veces recuerda a su Madre o a sus discípulos que aún no ha llegado su Hora. Toda la encarnación fue un someterse continuo, como hombre, al tiempo salvífico de Dios Padre, para que no volviera a triunfar, como quiso la serpiente, el tiempo del hombre. Sólo María, sabedora de misterios divinos, supo adelantar, en el signo de Caná, la Hora del Hijo. El tiempo del hombre se debate entre el tiempo de Dios y el tiempo de Satanás. Cuánto nos cuesta no ir más deprisa en nuestra vida espiritual, no conseguir victorias cuando nosotros queremos, respetar el tiempo único de cada alma. Cuántas veces nos gustaría una conversión tan súbita y rápida como la de aquel san Pablo, a quien bastó caer del caballo para levantarse cristiano. El Verbo Dios, haciéndose hombre, redimió el tiempo aprendiendo y aceptando los tiempos de la carne, de la historia y de nuestra pobre condición humana.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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