La vanidad es la manera de percibir lo que tenemos con suficiencia y engreimiento. Se trata de vivir en el mundo de las apariencias. Cuando se adolece de lo que uno es, entonces se busca la compensación en el tener. Como diría el apóstol san Pedro se trata, más bien, de adentrarnos en lo oculto del corazón para descubrir todo lo que Dios va ponderando en él, y que nuestro actuar sea conforme a ese amor que Él deposita en nuestro interior.
Sin embargo, no es que “no seamos”, sino que es más fácil y aparente mostrar lo superficial de lo que tenemos, pues podemos pensar que los resultados serán más inmediatos. Además, dedicarnos al “ser” de nuestro interior, supone el esfuerzo de vaciarnos de tanta inutilidad externa, que nos hace centrar nuestra existencia ante aquello que “no se ve”, que no nos va a dar el éxito instantáneo.
Por tanto, para vencer la vanidad es necesario vivir con humildad nuestra condición de hijos de Dios. Aunque no brille ante los ojos del mundo, es la manera cierta de responder a esa llamada que el Señor nos hace, momento tras momento, para que las consecuencias de ese fruto divino sea permanente, llenos de la gracia de Dios, y no conforme a nuestras expectativas que pueden desvanecerse como un escurridizo humo.
Nuestro verdadero adorno interior es la inhabitación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en nuestras almas. Desde ahí se adquiere la verdadera belleza de lo que somos, porque su brillo perdurará hasta la vida eterna. ¡Qué hermoso es participar y saborear la misma intimidad de Dios!
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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