Hacía tiempo que Herodes tenía ganas de matar a Juan Bautista, pero siempre se amedrentaba en su propósito por miedo a las reacciones y a los comentarios de la gente. Sin embargo, aquel día de cumpleaños, después de haber recibido continuos agasajos, homenajes y obsequios de sus cortesanos y del pueblo, se sintió especialmente eufórico y satisfecho. Durante la fiesta, exaltado por la lascivia y la voluptuosidad, cayó en la complacencia vanidosa hacia aquella bella muchacha, la hija de Herodías, que terminaba de danzar en medio de todos los invitados. Cuando la joven le pidió que le trajera en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista, Herodes fue preso, una vez más, de la tiranía de su propia soberbia. Por el juramento y por no quedar mal ante todos sus cortesanos y comensales, cedió a aquel capricho con el que Herodías intentaba acallar su conciencia y ocultar su pecado con Herodes. En aquella bandeja mostró Herodes el precio que la debilidad humana es capaz de pagar por un poco de silencio con el que ocultar y esconder el propio pecado.
Todos tenemos mucho de este Herodes, que es capaz de ceder ante cualquier conveniencia cuando se trata de salvar la propia honra y la buena opinión que los demás tienen de mí. Todos tenemos mucho de esa mujer, Herodías, capaz de cualquier mal con tal de silenciar a los que me dicen esa verdad que me molesta, o de perseguir el bien ajeno sólo porque en él se denuncia nuestra mediocridad. Todos tenemos mucho de esa hija de Herodías, pues somos capaces de encandilar y engatusar con mil piruetas y cabriolas de buenos motivos nuestra propia soberbia y vanidad, hasta hacernos cómplices de nuestro propio pecado. Todos tenemos, además, una bandeja en nuestras manos, en la que a menudo ponemos el precio con el que pretendemos silenciar y callar nuestras omisiones, envidias, egoísmos, perezas, enfados, críticas, murmuraciones y mediocridades. Y tú, ¿qué estás dispuesto a poner encima de esa bandeja?
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