Estas palabras se las dijo Jesús al joven rico. Cuando releemos este pasaje del Evangelio nos queda, a veces, una cierto sentimiento de decepción. Ante la invitación que hace el Señor a ese joven a seguirle, todos esperaríamos que la respuesta hubiese sido un “sí” generoso y decidido. Sin embargo, parece que el poder y el atractivo de las riquezas es mayor que el atractivo de Dios. Y hasta nos parece que esas riquezas son, en realidad, un obstáculo grande para nuestra entrega a Dios y a los demás.
No pensemos que la riqueza consiste, simplemente, en acumular dinero para vivir con cierta seguridad humana. Hay desprendimientos mucho más costosos, quizá, que el de las riquezas materiales, porque afectan a nuestra propia persona: nuestro tiempo, nuestra vanidad, nuestros caprichos, los juicios y la opinión ajena… Todo un abanico de estulticias humanas, que pueden ser aparentes, vistas desde fuera, pero que nos hacen estar permanentemente ocupados en nosotros mismos y en nuestras cosas. Todas esas riquezas personales nos hacen olvidar que sólo en la entrega del propio yo, es decir, “vendiendo” todo el desaforo de nuestros intereses personales, se multiplica el efecto transformante de la gracia en nuestra vida. No olvides que esa gracia, la acción de Dios en ti, sólo necesita la docilidad de nuestra pobre vasija de barro, vacía de otras cosas que roban el sitio al mismo Dios.
Guardar los mandamientos significa atesorar el gran caudal de los dones de Dios. Más allá de una mera prohibición, cualquier mandamiento es un susurro del mismo Dios, que nos anima a hacer presente la gloria de su presencia, en el ejercicio cotidiano de nuestros deberes y obligaciones. No se trata de una carga, sino de la experiencia de la ternura divina en nuestra existencia, que es la que nos abre las puertas para la vida eterna, felicidad sin fin.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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