La tristeza es la aliada del enemigo, y santa Teresa de Jesús decía: “Un santo triste, es un triste santo”. La tendencia al desánimo es síntoma de no tener en orden nuestras prioridades. Cuando sucumbimos a la desmoralización por no haber logrado nuestros propósitos, entonces es hora de preguntarnos cuál es nuestra jerarquía de valores. Y una de las prioridades fundamentales es nuestro amor a la Cruz.
Muchas veces nos acomodamos a los fracasos con resignación, pero eso no es suficiente para un cristiano. Olvidamos que el signo que nos hace vivir nuestra vocación de hijos de Dios es la Cruz. Quizás, a los ojos del mundo, se trató de un fracaso clamoroso. Aquel que “presumía” de hacer la voluntad del Padre, ahora, en ese instante dramático, se encontraba crucificado junto a dos desalmados… ¿Ese era el padre que le cuidaba y escuchaba, al que incluso se atrevía llamar “Abba!”, “papá”?
Dejarse llevar por la tristeza es sucumbir, no al fracaso de la Cruz, que siempre es victoria, sino a la tentación diabólica que nos susurra: “¿Cómo puedes consentir semejante desagravio?”, “Tú estás hecho para cosas más grandes”, “No permitas que te humillen de esa manera”… Toda una serie de “razones” que, al final, nos dejan anclados en un supuesto pasado que siempre fue mejor.
Lo que nos debe animar no son los éxitos en el mundo, porque de ellos nunca dependerá nuestra esperanza cristiana, que tiene su meta en la vida eterna. Lo que nos ha de alegrar, es que hemos sido elegidos para amar la cruz, esa que nos toca “soportar” día tras día, es decir, la que abrazamos con cariño y pasión de enamorados. En el silencio de ese abrazo, escondido a los ojos del mundo, es como se produce la redención y la salvación de muchas almas… Nunca lo olvides.
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