Un altar despojado de
manteles, un sagrario abierto y vacío. Así expresa la liturgia del Sábado santo
ese misterio del descenso de Cristo muerto a los infiernos. Sólo la Cruz,
descubierta, permanece entronizada porque, si bien la humanidad de Cristo se ha
ocultado totalmente en el sepulcro, la revelación suprema de la Cruz ya está
cumplida y realizada. El silencio orante, cargado de Espíritu Santo, junto a la
presencia también silenciosa y contemplativa de María, sostienen el ritmo
litúrgico de este día.
El descenso de Cristo a
los infiernos es un misterio profundamente eucarístico, por más que, durante
todo este día, la liturgia se centre en el ayuno y en la oración devocional. La
Iglesia contempla con expectación silenciosa esa ausencia de Cristo, de su
cuerpo, ahora oculto en el sepulcro. Una ausencia en la Cristo llega al límite
de la Encarnación, a lo más profundo de su abajamiento y humillación como
hombre, experimentando por la muerte la separación de su propio cuerpo. En este
misterio, ni siquiera ese cuerpo de Cristo es ya visible, sino que toda su
humanidad permanece oculta en el sepulcro, tal como profetizó ya Isaías: “no
tenía apariencia ni presencia” (Is 53,2). Y, en cierto modo, aunque en la
Eucaristía contemplamos y comemos el cuerpo de Cristo, es tan sin figura ni
apariencia humana que, en ese pan, no deja de repetirse y prolongarse el
misterio de abajamiento y ocultamiento que Cristo vivió en su descenso a los
infiernos. Vive hoy el silencio de la liturgia junto al corazón silencioso y
adorador de María. También en su seno el Verbo se escondió y enterró,
anticipando al principio de su vida terrena el principio de esa otra vida de
gloria que había de empezar en el seno de la tierra.
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