Tan inesperada noticia debió caer como jarro de agua fría sobre el corazón resentido de aquel hermano mayor. Viendo que todos los jornaleros y sirvientes andaban de acá para allá ultimando los detalles de la fiesta, que todos comentaban con gozo tan gran noticia, que nadie se interesaba por él, se sintió tan desplazado que se negó a entrar en el banquete y ahogó en su corazón soberbio la alegría de aquel retorno. Irrumpieron en su cabeza mil imaginaciones: si su hermano volvía a casa, él ya dejaba de ser el centro de atención, dejaba de ser el único heredero, perdía poder y ascendencia sobre la servidumbre de la casa… Además, ese hijo más bien merecía un castigo que un banquete y su padre debería hacérselo ver… Y, si no, que se lo digan a él, que allí ha estado siempre en casa sirviendo y trabajando como uno más…
Todos tenemos mucho de hijo pródigo y de hijo mayor. Todos deberíamos tener algo más de padre. Cuánto nos cuesta alegrarnos del bien ajeno, reconocer que otros lo hacen mejor o que tienen, aparentemente, más frutos apostólicos que yo. Viviendo en la misma casa y familia, unidos en la misma hermandad, ¿cómo es posible que nos dediquemos a criticar tanto el trabajo apostólico, la dedicación y entrega, los frutos o los modos de hacer de los demás? ¿Es que no trabajamos todos por el mismo Evangelio? ¿Es que no navegamos todos en la misma barca? Alégrate siempre del bien ajeno, sobre todo si se trata del bien del Evangelio, pues detrás de cada bien está siempre Dios. Negar o criticar ese bien es también negar o criticar la acción de Dios en sus criaturas.
Mater Dei
Archidiócesis de Madrid
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