La Palabra de Dios, que en el principio del Génesis liberó la creación del dominio de la nada y de la no existencia, liberó al endemoniado de aquella mudez que le reducía a la nada del silencio. Nuestros silencios, a veces, están cargados de un mutismo egoísta y autosuficiente, que nos hace esconder en lo más secreto de la conciencia todo aquello que nos hace vernos en la propia realidad de nuestro pecado. Nos cuesta, o nos humilla, contar a otros nuestros problemas, agobios, necesidades, por miedo a que los demás rechacen nuestra pobreza y limitación. Cuántas tentaciones, angustias, inquietudes, tristezas, desaparecen, o pierden valor, cuando las desahogamos en alguien que nos ayuda a verlas desde Dios. El demonio mudo siempre te presentará como algo bueno no contar a nadie todo aquello que te aparta de Dios.
No rehúyas el esfuerzo de ser sincero en la dirección espiritual. No tengas miedo a contar todo lo que te cuesta reconocer o no te gusta, cuando se trata de acercar tu alma a Dios. Los silencios que nacen de la soberbia o autosuficiencia te aíslan y encierran en la cárcel de tu propio yo. Los silencios que no están llenos de Dios, terminan por llenarse de nosotros mismos.
Qué lástima debió causar en el corazón de Cristo aquel pobre endemoniado que, teniendo delante la Palabra misma del Padre, era incapaz de dialogar con ella. Cuida tus silencios y procura llenarlos de Espíritu Santo, que es el habla de Dios en tu alma. Valora el silencio, no para aislarte de los demás, sino para llenarte de Dios, no sea que teniendo delante de ti a Cristo no le escuches y no le hables.
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